Éramos tres. Mario, Arturo y yo. Cuestionábamos a los viejos reporteros formados en las redacciones de los periódicos de Acapulco. “Corruptos”, les decíamos. Sabíamos disimular las ganas enormes de vestir como ellos, manejar sus autos, comer y beber en los mejores lugares. Pero ellos, alegres y autosuficientes, formaban parte de una lista llamada 15-30 en las oficinas de prensa del municipio.
¿Cómo podemos vivir sin recibir dádivas del gobierno?, preguntábamos. ¿Cómo cumplir con el compromiso de criticar al poder sin caer en sus garras corruptibles? Con la organización y unión, respondimos.
Mario y Arturo eran corresponsales de periódicos impresos de la Ciudad de México, lo mismo que yo. Coincidíamos todas las tardes en la redacción de El Sol de Acapulco. Cuatro notas de nuestras fuentes informativas eran obligadas. A veces nos canjeaban las notas por un reportaje bien trabajado. Pero la paga no alcanzaba. Para mí, el futuro era incierto: Magaly llevaba en su vientre a mi primera hija.
Fue Mario quien nos dio la idea. “Hay 21 periodiquitos”, dijo.
De esos veintiuno, con ocho páginas, el que más, y los demás con cuatro planas tamaño estándar, publicaban sólo boletines de los gobiernos municipal y estatal. Desde Chilpancingo les condicionaban:
— “Tendrás tu paga mensual puntual, pero no queremos ver muertos o asesinados en tus páginas dedicadas a la fuente policiaca; publica información general, para que seas creíble”, les sugerían desde el sótano del viejo palacio de gobierno, ubicada en la plaza Primer Congreso de Anáhuac.
— “Es ahí donde nosotros aprovechamos”, sugirió Mario.
Todos, o casi todos, contaban con su respectivo reportero de la fuente policiaca. Eran amigos, mitad policía, mitad pandillero, que no correspondían con nuestra imagen ideal del reportero con poco dinero que, cual Quijote, se lanza a luchar contra la corrupción teniendo como armas: una pluma, una máquina de escribir, tinta y muchas ideas revoloteando alrededor de la cabeza
Ellos eran todo lo contrario. Hasta pistola portaban a la vista. Sus coches formaban parte del inventario de autos robados y recuperados por la policía judicial. Sus compadres eran todos los comandantes policiacos. Por ello es que los titulares de la nota roja siempre decían, más o menos y cambiando el nombre y lugar del barrio: “Intrépido comandante detuvo a peligrosa banda de roba cadenas que operaban por el barrio de La Mira”.
— “No tienen reporteros de información general”, agregó Mario.
En aquel tiempo el reportero era el boletín del gobierno. Llegaban a las redacciones impresionantes cuadernillos de cuartillas engrapadas con todo lo que el medio tenía obligación de publicar. Los cuadernillos más gordos eran los del gobierno del estado, luego los del ayuntamiento de Acapulco. Algo similar pasaba en Chilpancingo, con honrosas excepciones. Había una variante: algunos periodiquitos tenían, a su servicio, a reporteros que, nos preguntábamos nosotros ¿Quién les paga? Trabajaban ¿por amor al arte?
— “El gobierno les ha pedido meter información general, para que las notas que enaltecen la figura del gobernador, sean creíbles”, dijo otra vez Mario.
Le hicimos caso a la sutil sugerencia. Nos repartimos los periodiquitos: nos tocó siete a cada uno. A nuestras notas, redactadas en las viejas máquinas Remington, les pondríamos siete hojas de papel revolución, con su respectiva hoja de papel carbón. Las cuatro notas de cada uno de ellos, más las cuatro mías, hacían un legajo de ¡doce notas informativas!
¡Listo! Fundamos la primera agencia local de noticias. Fue un éxito. Los editores nos contrataron de inmediato. Nosotros comenzamos a ganar dinero. Vivíamos mejor, pero, eso sí, tendríamos que esforzarnos y trabajar con intensidad.
Sin embargo, en una de esas, uno de los editores no publicó una nota que yo redacté. Fue un reportaje sobre las patentes del notariado recién entregadas por el gobernador. “Joven Mata, me dijo, quiero que investigue las actividades ilícitas de éste ladronzuelo que se dice abogado y resulta que lo han convertido en notario”, agregó.
Acepté. Investigué. Redacté: “El notario fulano de tal, quien apenas recibió la patente de manos del gobernador, sí cuenta con cédula profesional y es reconocido como un profesional por miembros de la barra de abogados de Acapulco y es considerado como una persona íntegra”, recuerdo que así comenzaba la entrada de la nota.
— “¡Le pedí que hablara mal de él, no le pedí que investigara, le ordené ensuciarlo y si, como usted dice, cuenta con todo lo que usted afirma, invente, invente e invente!”.
Renuncié y perdí mi ingreso. En ese tiempo me ofrecieron un trabajo mucho mejor pagado como jefe de redacción de uno de esos periodiquitos. De hecho, en ese edificio se editaban dos, propiedad de dos hermanos con los mismos apellidos, pero distintos nombres de pila. Mi vecino de escritorio era de aquellos reporteros de policía que escribían sobre las audaces operaciones de sus comandantes compadres, que combatían a los feroces asaltantes de tiendas.
Cuando entramos en confianza le platiqué mi experiencia con ese mal editor que no duda en cambiar la verdad con tal de obtener ingresos económicos, y de mi hazaña, con mis amigos, de vivir fuera del presupuesto del gobierno, para no caer en las garras de la corrupción que todo daña y destruye.
Abrió los ojos, a mas no poder. Se acercó a mi rostro. Apestaba a ron y tabaco. Me tomó de los hombros y la soltó:
—- ¡jajajajajajaj!, se escuchó a quinientos metros a la redonda.
— “Si serás pendejo”, prosiguió, para en seguida sacar dos folders amarillentos del cajón de su escritorio.
En el más viejo aparecía una lista de al menos cuarenta reporteros. Yo ocupaba el número diecisiete, seguido de mis amigos Arturo y Mario. A la derecha de los nombres, en otra columna, la cantidad: Siete mil pesos. Y a un lado una firma que, evidentemente, no era la mía.
Me enojé y menté madres en contra de los corruptos malnacidos que se robaban el dinero del pueblo usando el nombre de reporteros limpios, que creían que la búsqueda de la verdad era el objeto del periodismo libre.
— “Cálmate, me dijo entre carcajadas, que aun viene lo mejor”.
En el otro folder aparecía un recibo por cincuenta mil pesos. Reconocí la firma de recibido del editor con quien tuve el altercado por el notario limpio y probo. El recibo tenía el sello y membrete de la nueva notaria. En el renglón donde dice “Recibí de fulano de tal cincuenta mil pesos por concepto de….”, aparecía el título de una nota con un recorte de periódico: “El ilustre licenciado fulano de tal, probo e inteligente, designación acertada del fantástico gobernador”.
Era mi nota, firmada por un reportero que, curiosamente, era homónimo y tocayo del editor.
— “Lo voy a demandar, hasta que pare en la cárcel”, amenacé.
Me calmó con media botella de ron blanco, media cajetilla de cigarros y una guitarra que dio música a mi revelación. Terminó cuando me tomó del hombro, me despidió y, sonriente, me ilustró:
— “Has vivido en el error”.
Eso pasó hace muchos años, Para entonces la ley de imprenta vigente correspondía a la aprobada en 1917 y de la que, me acabo de enterar por otra maravillosa revelación en un aula universitaria, Venustiano Carranza la invalidó al aprobar la mitad de una frase para dejarla inválida: “ésta ley es vigente hasta en tanto los diputados la aprueben”. Y ese “en tanto” se convirtió en modificaciones y modificaciones que no han hecho sino cambiarla toda para dejarla igual.
Ha sido en el año 2007 cuando se han modificado las leyes y se han creado otras a fin de garantizar el acceso a la información. Sin embargo, con aquellos viejos métodos de control y simulación en el trato entre medios y poder, existió una convivencia que se convirtió en complicidad. Desde 1917 hasta el año 1970, no hubo asesinatos de periodistas. Del 1970 hasta el año dos mil no los hubo.
Paradójicamente, ha sido a partir del año dos mil que los homicidios de periodistas se han incrementado de manera exponencial, hasta convertir a México en el segundo lugar del mundo donde ejercer el periodismo es una actividad que conlleva el riesgo de muerte. El primer lugar lo ocupa Siria… pero allá están en Guerrea.
Actualmente, el periodismo es una ciencia y actividad profesional que, en términos generales, consiste en la captación y tratamiento periódico de la información en cualquiera de sus formas y variedades. Como disciplina, el periodismo se ubica en general dentro de las ciencias de la comunicación, y aún se mantiene en discusión cuál es el límite claro entre la libertad de empresa, donde en primera instancia se asocia el objetivo del lucro, frente a la libertad que asiste a las empresas de carácter periodístico, donde su función ha de centrarse en el servicio social para defender la libertad de expresión y el derecho a la información.
Podemos recurrir a la revista Letras Libres que, en una de sus publicaciones, describe al periodista:
Esto se le sube a la cabeza a cualquiera: el reportero codo con codo con Platón, Newton, Macaulay y Miguel Ángel. Una descripción así de pomposa hace que cualquiera que haya tenido mucho que ver con el periodismo y, por descontado, que haya trabajado en ello, sienta cierta desazón.
¿Por qué? Primero, porque la palabra periodista cubre una gama increíblemente amplia de actividades profesionales (y poco profesionales). Existen jueces corruptos, cirujanas incompetentes y profesores que cometen abusos sexuales, pero cuando decimos “juez”, “cirujana” o “profesor” tenemos unas expectativas, razonablemente fundadas, sobre el rango normal de actividades relacionadas con esa profesión. Pero el reportero de un diario amarillista que revuelve en cubos de basura, accede ilegalmente a teléfonos móviles y obtiene de modo fraudulento (“sonsaca”) información médica personal con el objeto de sacar a la luz la vida privada de un jugador de futbol –meramente para excitar a los lectores, vender más diarios y complacer a su jefe, sin que la revelación obedezca a ningún genuino interés público– es un periodista de profesión tanto como la mejor corresponsal de guerra que arriesga su vida para traernos una verdad vital oculta. Un periodista deleznable que hace periodismo deleznable, pero aun así periodista. ¿Hay otro trabajo en el mundo cuya descripción cubra semejante gama de actividades, desde las delictivas hasta las heroicas?
En segundo lugar, y para complicar más las cosas, hasta los periodistas consagrados a la misión de contar la verdad por el bien público a menudo se enorgullecen de ser, bueno, no del todo respetables: nosotros los oportunistas, los peleoneros con mal genio, nada que ver con los curas. Una útil puntualización de esa retórica pomposa la encontramos en el conocido texto de un periodista británico llamado Nicholas Tomalin, quien después moriría alcanzado por un misil sirio cuando informaba desde los Altos del Golán durante la guerra del Yom Kippur. “Las únicas cualidades esenciales para el éxito real en el periodismo –escribe Tomalin– son una astucia de rata, una actitud convincente y un poco de habilidad literaria.” Añade que la “astucia de rata” (expresión que se hizo proverbial entre los periodistas británicos) es necesaria para “huronear y publicar cosas que la gente no quiere que se sepan (lo cual es, y siempre será, la mejor definición de noticia)”. En otra versión del oficio reporteril afirma que “la obtención de información periodística conlleva, casi invariablemente, argucia, subterfugio, humillación, mentira, engaño y una saludable porción de simple delito”. (Timothy Garton Ash, en Letras Libres).
¿Los periodistas hemos vivido en el error?
(Fragmento de Libertad de palabra, publicado en 2017 y cuya síntesis publicó Letras Libres en ese año).