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Recuerdo como si ahorita fuera, aquel día que acompañe a unos pastores a cuidar las cabras. Salimos con la fresca de la mañana, escoltados por el alborozo de los perros y el balido de las cabras.


Dicen que el oficio de cuidar rebaños es de gente perezosa, pues el ganado avanza lentamente, y frecuentemente se detiene a pastar, lapso que el cuidador puede aprovechar hasta para dormir. Así, a paso cansado, llegamos a una pequeña colina, donde los cabreros me mostraron una pequeña abertura entre las rocas, por la cual salía una pequeña corriente de aire, que era capaz de levantar un sombrero puesto ahí a propósito para mostrarme tal maravilla.


Era tiempo de lluvias, y la hierba crecía por doquier, pintando de verde todo el paisaje. Así que mientras el ganado se deleitaba comiendo su pastura. Mis amigos me mostraron unas tinajas cinceladas en la roca. Me explicaron que habían sido construidas por los indios nómadas que frecuentaban aquellos parajes.

También encontramos unos chuzos y una piedra verde transparente perforada por el centro como una cuenta de collar. Las flechas aún las conservo, pero la piedra tallada la perdí ahí mismo, pues tenía un agujero en la bolsa de mi pantalón.


Para entonces, yo ya sabía que los aborígenes en su peregrinar por estas regiones, dejaron algunas huellas de su presencia aquí. Pude ser testigo de una muestra de estas marcas, en un lugar que se encuentra ubicada cerca de un cerro llamado el Orégano y otro conocido como el Zorrillo.

Se trata de unos huecos excavados por los indios en un pequeño barranco, que les servían como hornos para separar la plata de los demás minerales. A ese lugar se le conoce como los Galemes, según me lo explicaron. Y cuando estuve ahí, aun pude ver restos de las piedras que quemaban para quitarles la plata.


A la vuelta de un pequeño cañón, se presentó ante nosotros una pequeña presa rodeada de hermosos árboles, llamados sauces llorones, cuyas ramas colgaban hasta introducirse en el cristalino espejo de agua de aquel maravilloso estanque. Pude deducir que este embalse era una obra humana; aunque mis compañeros no supieron explicarme quien lo construyo.


Llevaba un buen rato admirando aquel escondido vergel, cuando interrumpe mi contemplación uno de los zagales, pues quería relatarme un suceso que tuvo lugar precisamente ahí. Me contó que allá por los últimos años del siglo XIX andaba un leñador, llamado Blas, juntando ramas y varas secas para llevarlas a su hogar, y hacer más benigno el crudo invierno que ya se anunciaba, pues se estaba alargando la duración de la noche, y reduciendo el tiempo de luz solar.


Sólo se escuchaba el trino de las aves que vivían en este paraíso, y el leñador, mientras cumplía con su tarea se animaba también a silbar, contagiado por el júbilo de los alegres pajarillos.

De repente, aquella pasmosa calma fue interrumpida por escalofriantes ruidos, que parecían producidos por una garganta humana, pero no eran palabras conocidas; más bien, eran como espantosos sonidos sin ningún significado, que erizarían la piel del más valiente.


Presa del miedo, el hombre aquel, olvidó la leña y se escondió entre unos arbustos. Desde su escondite pudo observar que los causantes de tal alboroto eran unos indios, que atraídos por el olor a agua, llegaron a abrevar en la presa. Se tendieron boca abajo alrededor del estanque, y bebieron hasta hartarse. Enseguida, se recargaron en troncos y piedras para dormir produciendo unos estrepitosos ronquidos, que hicieron huir a muchos animalitos del lugar.


Una vez satisfechas las necesidades de sed y sueño, treparon a los árboles y permanecieron mucho rato ahí arriba. Hasta que poco tiempo se escuchó un tropel de caballos salvajes, que llegaron ansiosos de saciar su sed, para lo cual, se metieron al lecho del tanque.

Ocasión que aprovecharon los indios para saltar al lomo de los animales. Quienes lucharon un instante por desprenderse de su carga, pero al no poder se resignaron a su suerte. Entonces los indios, se retiraron en su recién adquirida montura, lanzando aterradores aullidos. Desde entonces este lugar se conoce como el Tanque de Los Indios.


Una vez que recuperó la carga de leña, y la calma, Blas se dirigió a su hogar. Por el camino iba pensando que su esposa no le creería su aventura, pues era muy desconfiada. Para sus sorpresa, ella le manifestó que si le creía, y que hasta había temido por la vida de él.

Le platicó, que temprano había divisado una nube de polvo en el llano, que se dirigía hacia donde él le comentó que buscaría la leña. Y que al principio pensó que era una manada de animales, pero al escuchar a lo lejos los alaridos, supo que eran los indios.

Se abrazaron muy contentos y juntos fueron a encender el fuego, para preparar té de yerbabuena que además de la leña, Blas trajo del monte.


Después de escuchar esta historia, nos pusimos camino a casa. Al ir conduciendo el ganado por aquel polvoriento sendero, veía las palmas del camino y sus puyas me parecían plumas de los penachos de los indios, que escondidos esperaban el momento propicio para atacarnos.


Claro que para ese tiempo, ya aquellos fieros indios habían desaparecido. Los exterminaron los más poderosos para apropiarse de sus tierras. Pero queda el orgullo de que ellos, a diferencia de los antiguos habitantes de Tlaxcala, jamás se sometieron al yugo de los vencedores. Sólo quedan algunos vestigios y los relatos de sus correrías – que poco a poco se van perdiendo, de aquella indomable cultura. Que tal vez, algo nos heredaron de su carácter.

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