Tengo tu recuerdo tan presente que cada día de la vida sigues estando aquí.
Sigues provocándome sonrisas, con tus historias que tantas y tantas veces de tu propia voz oí.
Esas anécdotas que repetías y que hoy yo le cuento a mis crías. Todo eso lo aprendí de ti.
Tu mirada llena de emociones, a veces desbordada de ilusiones, otras tantas inundada de dolor.
Esa mirada que tantas veces me gritó desde el silencio de tu alma, preguntándome cuál había sido tu error.
Esa mirada profunda y sincera con la que a veces siento que aun me observas y me otorgas tu perdón.
Sigues acompañando mi día a día con tus palabras de aliento y tus consejos de precaución.
Y aún ahora que físicamente a mi lado no te tengo, aún ahora puedo sentir tu protección.
Te vi trabajar inspirado, silbando, cantando. También te vi actuando con desesperación.
Siempre activo, siempre inquieto, siempre buscando hasta encontrar la mejor solución.
Siempre adelante, siempre creciendo, siempre creyendo, siempre haciendo.
Pudiste ser el hombre más recio, el de piel curtida y corazón de hierro.
El de voz rugiente y algunas veces hasta maldiciendo. El de mano firme que causaba miedo.
Pero en el fondo, sabemos, tú y yo lo sabemos, que tu alma es noble, como la de un cordero.
Siempre creyendo en la bondad de la gente, siempre confiando y apoyando al de enfrente.
No podías resistirte a ofrecerle una mano al desprotegido, al débil, a cualquier ser humano.
Tu llanto en silencio, tu risa traviesa, tu grito estridente y tu blanca nobleza.
Siempre fuiste único, original e irrepetible. Tus pasos dejaron huella, una huella inconfundible.
Hoy celebro tu vida, esa vida que se desboronó entre mis brazos en aquel último abrazo.
Esa vida que guió mis primeros pasos y hoy me da fuerza para sobreponerme a cualquier fracaso.
Hoy celebro tu vida, te recuerdo y puedo sonreír. Hoy estoy agradecida por todo lo que aprendí de ti.
