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En un informe presentado durante la Cumbre de la Tierra realizada a principios de este siglo en Johannesburgo, Sudáfrica, se advertía ya que “el 15% de la población mundial que vive en los países de altos ingresos es responsable del 56% del consumo total del mundo, mientras que el 40% más pobre, en los países de bajos ingresos, es responsable solamente del 11% del consumo”. Casi 20 años después, numerosas organizaciones y especialistas lo repiten: seguir con el ritmo actual de consumo es insostenible.

No se trata de satanizar el acto de consumir, que parece inherente al hombre, pero como lo decía la escritora sudafricana Nadine Gordimer, premio Nobel de Literatura en 1991: “El consumo es necesario para el desarrollo humano cuando amplia la capacidad de la gente y mejora su vida, sin menoscabo de la vida de los demás”.

¿Pero qué se puede hacer para reducir el consumo o para cambiar el paradigma al de un consumo responsable cuando vivimos en un modelo económico que, a través de la publicidad, nos inserta una especie de chip que nos mueve a tener más de lo necesario? Ese modelo es el de la cultura de lo desechable, es decir, el de “úsese y tírese”, el de cambiar de teléfono celular, automóvil o ropa en el menor tiempo posible sin reflexionar en el impacto ambiental y social que con ello provocamos.

A final de cuentas, quiénes se benefician de ese hiperconsumo, ¿el consumidor que cada año cambia de teléfono móvil o de pantalla plana y que genera grandes cantidades de basura, principalmente plástica, o los dueños de las grandes empresas fabricantes de esos productos de obsolescencia programada, comida procesada y aparatos “inteligentes”.

¿Quién, antes de comprar algo, se pregunta qué pasaría si no lo compro? Cómo se dice en economía clásica, si la respuesta es no, entonces es un producto innecesario. Pero el bombardeo publicitario es despiadado, y el que esté libre de haber caído en las redes del hiperconsumismo que arroje el primer smart phone.

En dicha Cumbre de la Tierra también se manifestó la exigencia de que las empresas asumieran su responsabilidad con la sociedad y con el ambiente. Se trata, además, de que el consumidor también asuma su responsabilidad y se informe acerca de si está por adquirir un producto de alto impacto ecológico, alto consumo energético y efectos contaminantes.

Si alguien es fan de la serie The Good Place recordará que en uno de sus capítulos los personajes descubren que cada vez es más difícil ir al cielo, y una de las tantas razones es precisamente el comprar sin tener consciencia plena de lo que se adquiere. Es decir, se vuelve pecado el no haber investigado que tanta contaminación e injusticia laboral contiene dentro de su empaque el producto que uno compra.

Ante todas estas inquietudes, las grandes empresas siempre intentan asustarnos con el fantasma de la recesión, lo que significa, desde su perspectiva, que si el consumo no se mantiene en un alza constante, la crisis y el desempleo azotará al mundo.

Además de que una cantidad considerable de expertos rechazan esta versión, la propia Nadine Gordimer señaló que frenar el consumo no tiene por qué llevar al cierre de industrias y comercios, pero sí indicó que el consumo responsable debe ser practicado por la mayoría de las personas en todos los países. La meta, enfatizaba, es cambiar de paradigma. Para muchos, esto no es más que una utopía, pues sostienen que está en la naturaleza del hombre querer tener más, y querer tener más que el hermano, que el vecino, que los compañeros de trabajo.

Varios expertos, como la periodista especializada en consumo Brenda Chávez (autora del libro Tu consumo puede cambiar el mundo) y la organización Ethical Consumer, promueven los principales valores de un consumidor responsable:

– Evitar consumir productos que dañan el medio ambiente.

– Basar el consumo en productos, bienes y servicios locales, así como en productos de segunda mano (rechazados en la cultura del hiperconsumo).

– No caer en las garras de la publicidad agresiva que empuja a adquirir productos inútiles o que dañan el ambiente.

– Ser más activista, es decir, lo contrario a un consumidor dócil.

– Reutilizar, reparar y reciclar.

También llaman la atención a ajustar ese consumo a las reglas del comercio justo, que implica producir y comprar productos con garantía de que han sido obtenidos con procedimientos sostenibles, respetuosos con el ambiente y con las personas.

Para parafrasear a la poeta Daria Denegri, en estos tiempos lo verdaderamente ambicioso no es querer más, sino consumir menos.

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