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En el principio fue el verbo. Esta es una frase que por bíblica a muchos les puede causar urticaria; otros, por fieles, no se atreven a analizarla concienzudamente. La cuestión es que dice todo acerca del lenguaje; lo resume y permite la interpretación al mismo tiempo.

¿A qué se refiere el verbo? No tenemos que ir lejos, en gramática el verbo es acción o movimiento. Gracias al lenguaje podemos nombrar y ser nombrados. Incluso, Ferdinand de Saussure[1], importante lingüista cuyos estudios cimentaron las bases para el estudio de la lingüística moderna, sostenía que las cosas, los objetos, es decir, la realidad es porque puede ser nombrada.

Es así como lo nombrado, lo enunciado a través del lenguaje cobra dimensión en el plano de la realidad. Esto no es totalmente descabellado ni se encuentra monopolizado por deidades. Todos tenemos la capacidad para enunciar y esa capacidad, independientemente de nuestro conocimiento o aceptación del poder de las palabras, puede ir en detrimento o a favor de cada uno de nosotros.

Cada palabra tiene siempre una intención al ser enunciada, en muchas ocasiones, al no concientizar sobre el poder del lenguaje, somos capaces de pronunciar cualquier serie de palabras por el simple hecho de estar enojados, por actuar impulsivamente o por habitar el silencio. En esos momentos es cuando ese poder inmenso de la palabra se vuelve en contra y en lugar de crear, destruye. Un claro ejemplo es cuando expresamos nuestras condolencias en un fallecimiento. Los lugares comunes favoritos para iniciar el discurso son: “lo siento mucho, sé cómo te sientes, no hay dolor más grande que ese”. Frases que lejos de demostrar empatía, denotan la falta de conciencia en nuestras palabras y la poca congruencia con nuestra intención.

Nos relacionamos a través de palabras. El lenguaje nos permite construir mundos y acercarlos; crear relaciones y estrecharlas; pero puede, cuando no cuidamos lo que sale de nuestra boca o aquello que enunciamos mentalmente, destruir relaciones, alejar personas e incluso alejarnos de nuestras metas y de todo aquello que nos provee de felicidad o bienestar.

Resignificación del mundo a través del lenguaje

Partiendo de ese precepto, el lenguaje posee la cualidad de crear y recrear ese mundo de representaciones en el que nos desenvolvemos. Tan sólo hay que pensarlo un poco, ¿qué pasaría si cambiamos una idea? Si dejamos de enunciar una idea o le cambiamos el significado, puede entonces cambiar la interpretación que tenemos al respecto. Un ejemplo muy sencillo es cuando reproducimos estereotipos como “todos los hombres son iguales” (aplica, por supuesto para las mujeres también). Cuando enunciamos constantemente esas frases, la interpretación que tenemos es justamente esa y buscamos validar con evidencias del medio que esa frase es absolutamente cierta. Y lo más seguro será que nos topemos con personas que nos den la razón de que “todos son iguales”. Cuando resignificamos esas ideas y cambiamos el “todos los hombres son iguales” por “algunos son de tal o cual modo” le estamos dando la dimensión exacta a nuestra experiencia porque, simplemente, no conocemos a la totalidad de los individuos en cuestión como para tener esa certeza. Con esa resignificación estamos creando una representación distinta de la realidad o, mejor dicho, de esa porción de la realidad que podemos percibir con nuestros sentidos y experiencias.

Imagen: Las piedras son para las cabras

Si vamos más a profundidad podemos hablar de la intencionalidad de los mensajes que emitimos. Cada mensaje tiene una intención clara y definida. No decimos “qué bonitos ojos tienes” sin ninguna intención detrás. Lo importante es tener clara esa intención que encierran nuestras palabras, pues ellas, cualesquiera que sean, están agrupadas en creativas o destructivas.

Uno de los pilares de la sabiduría tolteca que retoma Miguel Ruíz en su libro Los cuatro acuerdos[2] es sobre la impecabilidad del lenguaje. A partir de cuidar cada palabra que sale de nuestra boca y de reconocer desde dónde enunciamos (creación o destrucción) es que podemos lograr armonía interior y con el medio que nos rodea.

En este sentido entra otro factor importante que se junta con el lenguaje: la congruencia. Es decir, no podemos decirle a alguien “te amo, eres todo para mí” e irnos y dejarlo a su suerte cuando necesita apoyo o contención.

Lenguaje y acción

La congruencia se genera cuando podemos alinear la palabra con la acción (el verbo). Volvamos a las frases bíblicas. Al principio del Génesis, se lee: “Dios dijo hágase la luz; y la luz fue”. He aquí que acción y lenguaje se combinan para lograr que las cosas se materialicen. Dios no dijo “Hágase la luz” y se echó a dormir. La acción y la palabra van de la mano. No puedo enunciar que quiero un trabajo mejor sin ponerme en acción para lograrlo (redactar mejor el currículo, tomar un curso para estar más calificado, buscar en los anuncios clasificados, etc.). La palabra debe ir seguida de la acción para poder generar congruencia. Y esto pasa en cada acto de la vida donde interviene el lenguaje (es decir, en TODO).

Retomo frases bíblicas no porque me sienta profeta, sino porque es una fuente de sabiduría popular que ha sido desperdiciada para fomentar fanatismos y mal entender lecciones. Considero que si resignifico las metáforas que contiene podré verla con otros ojos y aprender nuevas maneras de relacionarme con el entorno y lo que le es familiar a otros.

Este es un ejercicio que requiere tiempo y paciencia, el pensar, decir y hacer son procesos que requieren su maduración individual para lograr combinarse y generar una totalidad que va más allá del simple discurso. Puedo resumir que la secuencia pensamiento-palabra-acción son la clave para ser congruentes y lograr armonía.


[1] Curso de Lingüística General (1916), Saussurre, F.

[2] Los cuatro acuerdos, (1997). Ruíz, Miguel Ángel.

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