¿En qué se parece hacer pan y criar hijos?
En mi vida he horneado mi propio pan una vez; en esa misma vida he horneado hijos dos veces.
De la primera horneada saqué tres hogazas, de las otras dos salió un hijo cada vez.
El pan ya se acabó, a los hijos los sigo criando.
Hacer pan es, cuando menos, metafórico. Así que de la única vez que hice pan, me quedé con algunas lecciones que con frecuencia recuerdo mientras acompaño a mis hijos en esto de crecer:
Lección No. 1: Para hacer pan, como para formar una familia, hay infinidad de recetas. Unas son para pan de caja, otras para bolillo. Hay panes suavecitos, duros, dulces, salados o con frutas… elige tu receta según tu gusto y deja en paz la del otro, o no saldrá bien ni tu pan, ni el del vecino.
Lección No. 2: Si vas a hacer pan, necesitarás levadura.
La levadura es, me explicaron, un ser vivo y como ser vivo necesita amor: calorcito y apapacho.
Una vez que has puesto la levadura ¡Cuidado! La masa (y tus hijos) empezará a crecer y hay cosas que van a empezar a suceder por sí mismas.
No podrás controlarlas todas pero tampoco puedes descuidarte.
Bueno, de poder…puedes, pero no es recomendable.
Lección No. 3: El momento de poner los ingredientes básicos (sea harina o respeto, sean almendras o generosidad) es al principio y rapidito.
Después hay otros procesos, otros momentos… al final hasta podrás untarlos de lo que quieras; pero lo básico, o lo pones al principio… o perdiste la oportunidad.
Lección No. 4: Primero estás muy emocionado (sobre todo si es la primera vez), «voy a hacer pan, voy a hacer pan» (o bien, voy a ser papá, que en este caso igual aplica): arreglas tu cocina, compras utensilios nuevos, acomodas todo muy bonito y en menos de lo que te das cuenta te encuentras -literalmente- con las manos en la masa.
Y la masa resulta ser un ente viscoso que todo abarca, que todo ensucia, que se te pega en las palmas de las manos, en el dorso, entre los dedos y no te deja ni rascarte la nariz.
Paciencia y constancia… aguanta las ganas de llorar; agrega harina, amasa, vuelve a agregar, usa tu instinto si requieres improvisar un poco. Amasa, estruja, estira, golpea (sí, un par de golpes de realidad son parte del proceso), dobla, vuelve a amasar.
Poco a poco la masa toma su propia consistencia y se separa de tus manos (¿cómo? ¿tan rápido? Te preguntarás).
Suspira y pon la masa en un gran recipiente, es momento de dar un paso atrás y dejarla crecer a su gusto.
Pon un relojito para que no se te olvide que no has terminado y deja que tu masa infle.
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FINALMENTE
Poncha tu masa (una cosa es que crezca y otra muy distinta que tenga puro aire adentro) y ponla en el molde.
Si el molde es demasiado chico, la masa desbordará, si es muy blando, se deformará. Con el molde adecuado, no habrá más que dar un último toque acomodando las orillas.
Que no te asuste limitarla, si estuvo bien preparada, tu masa crecerá.
Y entonces… entrégala al mundo. Perdón, al horno.
Seguro que al final estarás orgulloso de tu pan y sí… ¡también de tus hijos!