Al menos fueron tres o cuatro veranos seguidos. Tendríamos entre ocho y doce años. El grupo estaba nutrido por un total de dieciséis. Diez niñas y seis niños.
Diez éramos familia, los otros seis: amigos.
En esa época el liderazgo lo ejercían los niños del grupo por cuestiones de ideología, género, edad, y porque así se dieron las cosas. Nunca cuestionamos la autoridad de ellos.
A todos nos encantaban los días de verano; las tardes eternas; tomarnos de la mano para hacer una larga fila; el más fuerte siempre iba delante, jalando a todos, corriendo como una máquina de vapor, hasta que decidiera girar, parar o dar vuelta a uno u otro lado y, el último de la fila, tenía que aferrarse con uñas y dientes para no salir disparado, aunque cualquier maniobra estaba por demás, siempre era una niña que respondía al nombre de Rita, la que volaba por los aires cual cometa de verano.
Nuestros sueños eran vivir juntos todos; abrazarnos cada día que nos veíamos; que los días no terminaran; hacernos cosquillas hasta orinar; quitarnos los zapatos por debajo de la mesa para sentir el frio de la loseta del piso. Dormir amontonados en las literas para colocarnos en parejas a uno y otro extremo de la cama; levantar las piernas, colocar las plantas de nuestros pies de manera que se unieran con los del otro, simular que andábamos en bicicleta, en un ejercicio interminable y una sensación de amor y hermandad.
De esa pandilla de dieciséis integrantes, sólo cuatro o cinco terminamos la universidad, aunque eso no era de mucha ayuda para la vida, todos teníamos muchos rezagos emocionales. De los cinco titulados, dos o tres, insistían tanto en autodestruirse, qué como las lagartijas, se automutilaron hasta conseguir acabar con su vida. Los que quedamos seguimos dando la lucha por los que claudicaron.
A dos cuadras de la casa, estaba un parque público, austero, pero que para nosotros se traducía en “La Gloria”
En un extremo del parque estaba colocado nuestro juego favorito: un tubo de aproximadamente dos metros de altura, del que pendían cadenas largas unidas por unos tubos horizontales para sujetarse con las manos y volar por los aires, cual hoja al viento.
Otra vez unos impulsaban a otros para lograr levantar altura y, ya volando bien alto, el que empujaba se aventaba para sostenerse del “volantín” y ser jalado por la misma estrategia que las aves tienen para ayudar, a las aves que no saben volar.
Ellas forman una especie de triangulo, la punta es liderada por el ave más ágil, de ahí hacia abajo se ubican los que menos pueden volar, así el aleteo de las aves más ágiles jala como una turbina a las menos hábiles en el vuelo. Cosa que por supuesto ignorábamos en esa fecha.
Cuidadito si aparecían otros niños para querer quitarnos del juego. Las niñas éramos quienes defendíamos nuestro territorio con más ahínco.
Si la camioneta de la familia se descomponía y había que empujarla, ahí estaba la pandilla para salir del problema: bajarse del auto, mojarse hasta las rodillas, empujar con fuerza, sonreír mientras las gotas de lluvia caían a chorros sobre nuestros rostros infantiles y, ya que arrancaba, tratar de darle alcance para no ser olvidados en medio de lo que hoy se conoce como “periférico”.
Cuando el plazo fatal de partida se llegaba, agotábamos todas nuestras instancias para evitar la separación. Nos dividíamos en grupos, uno montaba guardia para que nadie nos viera, otro les bajaba el aire a las llantas de los autos, para que pensaran que estaban ponchadas; no teníamos contemplado que existía eso que llaman “refacción”
A veces funcionaba y otras lográbamos aplazar una noche, quizá un día más. Pero las más de las veces aparecía la bendita refacción para acabar con nuestra dicha.
Con el paso del tiempo nos llegó la adolescencia y con ello el distanciamiento. Ya no éramos nuestra prioridad, cada uno tenía gustos y aficiones distintas. Cuando llegábamos a coincidir en alguna reunión familiar, sólo quedaba nuestra mirada cómplice y una sonrisa pícara de tiempos pasados. Todos nos habíamos dispersado cual hoja al viento…