Dicen los que saben de psicología, que la personalidad de los hermanos de una familia depende, entre otros aspectos, del lugar que ocupan al nacer en la camada (esta palabra la empleo a propósito); creo que tienen mucha razón y seguramente algunos lectores opinarán lo mismo que Yo. Así, los hermanos mayores tienden a ser líderes sobreprotectores, los de en medio políticos conservadores y los pequeños, rebeldes con o sin causa.
Tengo la enorme fortuna de pertenecer a una familia de cinco hermanos, donde fui el primero en llegar a este mundo, seguido de cuatro hermosas mujeres; Todas ellas con distintas cualidades y personalidades, más o menos parecidas a las descripciones señaladas.
Rosa, la que me sigue en edad, siempre fue muy dinámica, organizadora, dicharachera, amiguera y jugadora; Gela, la buena onda y mediadora de todos los conflictos infantiles y en ocasiones, la que pagaba los platos rotos de todas nuestras travesuras. Guadalupe, desde pequeña y hasta la fecha es centrada y muy intensa en su manera de ser y ver la vida. Marbella la menor, siempre ha poseído un carácter muy fuerte, una férrea voluntad a prueba de todo y una rebeldía innata al conformismo.
Como hermano mayor, y sin mi consentimiento, fui ungido por la tradición familiar como salvaguarda y defensor de la familia en ausencia de mis padres. Este papel lo desempeñaba principalmente en la escuela y en los juegos callejeros. Para buena fortuna, nuestros padres siempre estuvieron presentes en casa, por lo que mis funciones entraban en receso dentro del seno familiar.
Con la compañía de estas cuatro damiselas, mi infancia nunca fue aburrida; entre juegos, pleitos, besos, abrazos, desgreñadas y muchos moretones, nuestra infancia tuvo muchos matices felices.
Siempre que las bellas damas se metían en aprietos, estaba el hermano mayor para sacarlas de apuros y conflictos; en muchas ocasiones era menester, incluso rifarse el físico para sacar adelante la situación; Por lo que fui obligado por mi bien y las circunstancias a aprender a pelear de muchas maneras.
No había en la escuela o en la colonia quien se atreviera a meterse con las princesas, sin correr el riesgo de que el hermano mayor les diera una buena reprimenda. Esto me había generado cierta fama de héroe pendenciero y defensor de las causas perdidas de mis hermanas e incluso de sus amigas.
Mi fama había trascendido las fronteras de mi escuela y barrio. Además, había generado una especie de orgullo exacerbado e impune en las damiselas de mi familia. Sabedoras que tenían un buen defensor y protector, se sentían intocables y no escatimaban la ocasión de buscar conflictos para aumentar mi popularidad.
Cuando la situación se tornaba álgida en los juegos y se sentían perdedoras, amenazaban a todo mundo con la frase:
“No te metas conmigo porque tengo un hermano que es karateca y te pondrá en tu lugar”
Por la fama ganada en otras batallas, normalmente esta amenaza ara suficiente para sacarlas del conflicto y en pocas ocasiones, los rivales se esperaban a la segunda fase; que consistía en la presencia intimidante del hermano mayor. Para buena fortuna y bienestar de mi dentadura, eran muy pocos los que decidían llegar a la cuarta fase que consistía en una pelea formal en la calle, ya que la tercera fase era mi frase disuasiva “te espero a la salida de la escuela”.
En una ocasión, por algún motivo que no recuerdo, mi hermana Rosa llego corriendo a interrumpir mi juego de canicas para darme la queja de que un niño de la cuadra la estaba molestando; de inmediato abandoné la partida y acudí al lugar de los hechos para poner en su lugar el transgresor,
¡No me costó mucho trabajo!, pues con unos cuantos moquetes bien puestos, el niño salió corriendo adolorido rumbo a su casa. Pensé que la situación había quedado saldada; sin embargo, apenas iniciaba, pues el niño había regresado con su hermano para ajustarme las cuentas. Tampoco me costó trabajo dar cuenta del hermano, ya que con tanto pleito en mi haber, tenía mucha experiencia metiendo los puños; los dos hermanos se retiraron del campo de batalla con los tambores destemplados, con unos cuantos dientes flojos y la cola entre las patas. Sin embargo, la guerra aún no llegaba a su fin; hizo acto de presencia la hermana mayor para retarme a golpes, como buen caballero, reusé a liarme con una dama y preferí emprender la retirada con la chica persiguiéndome a pedradas y gritando “mariquita correlona”.
La rapazuela, desesperada por no darme alcance y descargar su furia en mi persona, me lanzo una amenaza:
-La siguiente semana te las veras con mi primo que viene de Durango a visitarnos, ya veremos si de verdad eres muy machito.
Mi hermana Rosa con sus dotes política de mediadora, respondió la amenaza de la mozuela, diciendo:
-Pues también para tu primo tenemos y aquí lo esperaremos con gusto. Tragando saliva muy en mis adentros, no contradije lo pactado por mi hermana.
………..
En el transcurso de la semana, los agraviados se encargaron de difundir el encuentro entre “El oso” (era el apodo intimidante del primo) y Yo; En el barrio se generó mucha expectación por el encuentro entre el “hermano vengador” y el “oso Duranguense”.
Se empezaron a correr las apuestas en canicas, trompos, yoyos y baleros. Los momios me favorecían cinco a uno, pero también mi temor y nerviosismo aumentaba en proporción a las preferencias populares.
En la espera del encuentro perdí el apetito y la tranquilidad, la semana se hizo muy corta y mi angustia muy larga. Todas las noches soñaba con enormes osos persiguiéndome las espaldas y desgarrando mi cuerpo; despertaba espantado y sudoroso, agradeciendo a dios que había sido un mal sueño; sin embargo, el despertar no era reconfortante, pues del mal sueño seguía la tangible realidad del encuentro.
Llegado el tan esperado día, los ofendidos me mandaron decir que el encuentro se daría frente a la tortillería de Don Cleto Chávez a las ocho de la noche. Acudí puntualmente al encuentro, sin embargo, debo confesar que de buena gana habría dimitido el compromiso pactado.
Confieso que pudo más la noción de defender el honor familiar que mis temores personales al pleito.
Frente a mi rival, entendí porque le decían “El oso”, era un chico más alto que yo, de complexión muy robusta, con cara ovalada y mofletuda, pelo crespo castaño, con unos brazos rollizos y unas manos del doble que las mías. Su aspecto era intimidante pero sus movimientos lentos y torpes.
Dice el dicho que “Una mirada dice más que mil palabras”, pues al escudriñar sus ojos, descubrí sus temores más profundos y entendí que también estaba atemorizado y seguramente preguntándose
–¿Qué diablos estoy haciendo en este lugar?, ¡peleando una guerra que no es la mía!
Sin embargo, los dos entendíamos que las circunstancias nos habían arrastrado a ese momento y que no teníamos escapatoria alguna.
La rapazuela interpuso la palma de su mano entre nuestros rostros diciendo:
– ¡el primero que escupa gana!; esa, era una frase conocida por todos, y sabíamos de sobra que era un ardid para encender los ánimos de los contrincantes indecisos a iniciar las confrontaciones.
Nos escupimos mutuamente el rostro como seña de inicio de las hostilidades. Más ágil que “El oso”, acerté los primeros golpes en la inmensidad del chico, di varias vueltas alrededor de su enorme cuerpo lanzando patadas y manotazos sin logran moverlo.
A lo lejos y detrás de muchos espectadores escuchaba las voces entusiasmadas de mis hermanas lanzando vítores.
El gordito me tiraba puñetazos sin asestar ninguno, me sentí David frente a Goliat; mi ánimo se elevó al cielo pensando:
– ¡Este gordito morderá el polvo esta noche! Llegaron imágenes triunfalistas a mi mente, me imaginé saliendo en hombros de mis amigos, con una corona de laureles y guirnaldas en mis cienes por el rotundo triunfo.
Pensé en la enorme popularidad que me acarrearía la victoria sobre el enorme “oso Duranguense”.
Me elevé tanto al cielo con mis pensamientos, que de pronto, perdí la noción del piso y una piedra mal puesta me hizo trastabillar enredándome en las piernas regordetas del oso. Los dos rodamos al suelo, pero con la mala fortuna para mí, que el gordito quedo ubicado arriba de mi existencia, con tanto peso encima, fue imposible moverme, intenté mil cosas sin éxito. El oso aprovecho su posición y me puso una “maraca histórica”; perdí la noción del tiempo, se me hicieron eternos los minutos de tanto golpe recibido; solo recuerdo el sabor a sangre mezclado con tierra en mi boca.
Alguien paró la pelea, ya no había nada por hacer, el populacho tenía un triunfador y un perdedor. Después que me rescataran debajo de la tierra y sacudieran el polvo, la rapazuela pidió que en señal de amistad nos diéramos la mano.
Esa noche, en la tranquilidad del hogar y en compañía de mi familia, olvidé por completo el incidente donde en una batalla perdí la fama y la gloria, pero recuperé la paz interior
…….
Al siguiente día todo volvió a la normalidad, el gordito y yo nos encontramos en la calle y jugamos canicas junto con sus primos. Mis hermanas fueron más moderadas en su trato con los demás chicos para evitarme problemas, pues entendieron que el hermano protector no era el súper héroe invencible que ellas se habían imaginado.
Sin embargo, nunca faltó algún pequeño incidente en donde fuera necesaria mi intervención, pues siempre tuve presente que por mis hermanas sería capaz de enfrentarme a osos, lobos, tigres y leones.