«No, mi niña, ese es un don que Dios no le dio a cualquiera. Si tú lo tienes úsalo, aprovéchalo y no lo reniegues», eso me dijo un día mi abuela Pachita antes de fallecer.
Ella también tenía este don y lo ocupaba para ayudar a mucha gente. Yo no. Hasta ahora no lo he usado; me da miedo. A veces veo a personas y animales que los demás no ven y me da miedo. Además, dicen que estoy loca, pero no, no estoy loca, de veras que los veo.
Todo empezó cuando yo estaba chiquita, dice mi mamá que yo platicaba con mis amigos imaginarios; la abuela Pachita decía que eran mis duendes. Mi tata Eusebio decía que yo había heredado lo de mi abuela.
Pero a mi papá no le gustaba esto y regañaba a mi mamá cuando me llevaba con la abuela para que me enseñara sus artes. Aun así, a escondidas de mi padre, me llevaba con ella y aprendí a regañadientes algunas cosas. Mi abuela decía que veía alrededor de mí una luz resplandeciente y que quería enseñarme todo lo que sabía, pero que yo podía aprender muchas más cosas que ella.
Cuando crecí vi clarito a mi tío Benjamín dos días después de que había muerto. Me dijo que buscara detrás de su ropero, porque ahí le había dejado algo a la abuela Pachita. Le hice caso y fui a su cuarto, busqué detrás del ropero y encontré un buen fajo de billetes. Cuando se lo di, la abuela se puso muy contenta y dio gracias al cielo, y al tío Benjamín, por ese gran regalo. Él siempre fue quien se hizo cargo de los abuelos, pero una noche, cuando venía de trabajar, alguien quiso quitarle su cartera y lo mató.
Poco tiempo después vi a la tía Lola, yo nunca la conocí; ella murió antes de que yo naciera, pero la reconocía por las fotos que ponían en el altar el día de los fieles difuntos. Ella, un día, se fue con el maestro del pueblo y dejó a mi tío Jacobo con sus niñitos bien chiquititos. Nadie supo más de ella, hasta que años después, el maestro regresó a nuestro pueblo, dizque porque aquí había dejado un hijo regado y lo quería conocer. Mi tío Jacobo, con toda su muina guardada, lo buscó y le preguntó por la tía Lola, él le dijo que había fallecido cuando dio a luz a su hijo Esteban, pocos meses después de que se había fugado. Seguido viene la tía Lola a platicar conmigo. Me pide que le recuerde
a mi mamacita que le prenda una veladora el Día de muertos. Mi mamá, queriendo que no, se la prende, pero
sólo porque viene a pedirlo, si no, no lo haría; todavía tiene retiarto coraje de que haya dejado a mis primos chiquititos y se haya ido por cuzca.
La abuela Pachita decía que tenía que poner mi don al servicio del pueblo. Ella sacaba demonios y quitaba la brujería que otros hacían. A mí nunca me ha gustado eso, me da mucho miedo.
Un día me obligó a que entrara a su cuarto para que viera cómo hacía una limpia. Su cuarto en penumbras, con olor a incienso, alcohol y mezcal, velas de muchos colores, agua, huevos de gallina y plumas de distintas aves, me revolvía la panza; más tardaba yo en entrar que en querer salir. Esa vez la recuerdo muy bien; la limpia se la hizo a la señora Rufina. Ese día vi que la empezó a azotar con un manojo de yerbas por todo el cuerpo: chamizo, pirul, romero, santa maría, ruda y otras yerbas que nunca me ha gustado cómo huelen. La azotaba bien fuerte, pero más recio en la panza.
A mí me dolían más los azotes que le daba, pero, aun así, nunca dejé de tener mis ojos bien abiertos para ver todo lo que le hacía. De repente, salió de entre el manojo de yerbas su delantal rojo que había perdido tiempo atrás. Mi abuela dijo que alguien le había robado su delantal y con él le había hecho brujería, quesque para quedarse con su clientela cuando tenía su jarcería. Clarito vimos las tres cómo se dibujó con el humo de las veladoras que prendieron, la imagen de doña Martina, la señora que también tenía una jarcería, justo al lado de la de doña Rufina. La imagen de doña Martina se retorcía, abría la boca como si quisiera comerse a un humano entero, los ojos le saltaban y lanzaba unos lamentos que hasta en el mismito infierno se han de haber oído. Decía mi abuela que a doña Martina se le iba a regresar todo el mal que había hecho, porque esas cosas no le gustan a Dios.
También me dijo la abuela que si yo no usaba mi don, como castigo vería seguido al nahual. Ya no sé qué me da más miedo, si hacer todas las artes como las hacía mi abuela Pachita o ver los ojos brillantes y penetrantes del nahual, sus colmillos amenazantes, su baba que cae a chorros por su hocico, y sentir su vaho caliente y húmedo cerca de mi cara todas las noches cuando estoy durmiendo.
Virginia Galván Bautista