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El sentido del olfato se relaciona, de alguna manera, con la memoria. Por lo que, cuando percibimos un aroma que asociamos con alguna etapa emocionante de nuestra vida, los recuerdos acuden en desorden al umbral de nuestra consciencia, tratando de escapar de la prisión del olvido.


Qué grata sensación, cuando la evocación incluye todos los sentidos. Tal es el caso, de la historia que anda rondando en mi mente desde hace unos días.

Pues han de saber que la semana pasada fui por interés profesional, a visitar una majada, y los aromas de los alimentos campesinos, la vista de los maravillosos paisajes, la quietud del lugar, así como el sonido del viento, el canto de los pájaros y hasta el aullido de los coyotes, se conjugaron para que esa noche, al regresar del campo, mi pensamiento retrocediera varios lustros, hasta posesionarse en la cocina de mi abuela materna, a quien de cariño le decíamos mamá Sixta.

De pronto, ahí estábamos todos los numerosos miembros de mi familia, contando anécdotas, chistes e historias de nuestro pequeño universo.


Mientras se sucedían los relatos mamá Sixta se ocupaba de echar tortillas de maíz, para acompañar el asado o los frijoles guisados con manteca de puerco. No podía faltar el café negro, aunque a los pequeños nos lo endulzaban con piloncillo. Igual que las risas, también los aromas se escapaban de aquel sagrado lugar, provocando que llegaran invitados a compartir las charlas y los manjares.

En mis recuerdos veo el rostro borroso de los recién llegados, pues difícilmente se podía distinguir las figuras, con tanto humo que despedía la chimenea, además las velas producían una débil luz, por lo que se dificultaba distinguir a los demás. De manera que el humo que producían los cigarros de hoja, consumidos unos tras otros, daban a los presentes apariencia de misteriosas sombras.


Algunas veces, la tertulia contaba con la presencia del heredero del hacendado.

Aunque ya para esa época, la otrora próspera unidad productiva, había sido repartida entre los agraristas, el Gobierno les respeto el Casco de la hacienda.

Por su lealtad mi abuelo materno fue nombrado administrador de los bienes que no fueron otorgados a los campesinos. Así que, su antiguo patrón, quien ya para esa época residía en la ciudad de Saltillo, eventualmente, lo visitaba para revisar las cuentas.


En esas reuniones no pueden faltar las historias de aparecidos, tesoros y hazañas de la Revolución. Una de esas historias fue la que dio lugar a una singular aventura.

Según era sabido por todo el pueblo, en su lecho de muerte, cierta persona ampliamente conocida por la comunidad, le pidió a su hijo que trasladara a un lugar seguro un fabuloso tesoro que él se había encargado de reunirá través del tiempo.

Esta increíble relación, que consiste en barras de oro, monedas de plata, además de fusiles, sillas de montar finamente labradas y muchas joyas, se encontraba escondido en medio de dos cerros cercanos a los potreros, aunque la descripción no marcaba con precisión el punto de entrada a la cueva.


Era tanta la emoción, que sin pensarlo mucho, al día siguiente emprendieron la búsqueda, que sí bien, no estuvo exenta de peligros, tampoco tuvo éxito.

Y así, lo intentaron os o tres veces más, con iguales resultados, Además, el hacendado absorto en sus negocio en la ciudad, no se ocupó por un tiempo del asunto.


Para entonces, toda la comunidad estaba enterada del caso. Incluso, uno de los habitantes del pueblo de reconocida solvencia, afirmaba que él había visto por casualidad, un día que andaba buscando una vaca, la entrada de la cueva.

Sin embargo, sólo comunicó su experiencia a pocas personas, pues, según decía, el lugar estaba encantado. Con el miedo reflejado en su cara, dio a entender que ahí sucedían cosas extrañas, que a nadie quiso dar a conocer, pues el mismo miedo se lo impedía.

Lo que no obstó, para que mucha gente tratara de localizar dicha cueva.


Un día mi abuelo recibió un mensaje del hacendado, donde le pedía que organizara una nueva expedición, para tal día, y que esta vez no podían fallar pues había contratado en la ciudad de Monterrey, los servicios de una reconocida vidente.


Era tal la expectativa del éxito, que también dispusieron un camión de carga, para que los esperara al pie del cerro, mientras ellos bajarían los valiosos objetos en varias cargas de acémilas.


Después de consultar la alineación de las estrellas y los presagios contenidos en el vuelo de las aves; así como efectuar, algunos sacrificios propiciatorios para saber el día más conveniente para realizar semejante empresa, el grupo emprendió el viaje.


Llegaron todavía de madrugada, cuando aún se podían observar en el cielo las cabrillas. Inmediatamente la Médium, realizó unos extraños ritos, y pronunció unos conjuros tratando de comunicarse al más allá. Una vez en trance empezó a hablar en otros idiomas desconocidos para los presentes, y en seguida cayó desmayada.


Tremendo azotón le propinaron los espíritus a la señora. Ni tardo ni perezoso, mi tío Jacinto se le acercó, la tomó en sus brazos y con mucha afección empezó a reanimarla.


Cuando la Médium volvió en sí, explicó que los seres del más allá estaban enojados y que iban a guardar ese tesoro por otros cien años. Obviamente, ella de todas maneras cobró sus elevados honorarios.


En la noche, todos comentaban, sin desanimarse, el fracaso de la expedición, Se puede decir que hasta festejaban la emocionante aventura.

Sólo mi tío Jacinto permanecía en silencio en un rincón, pues no faltó quien enterara a mi tía Pita, su esposa, de sus atenciones con la Médium.

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