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Es muy probable que la mayoría de nosotros nos hayamos sentido alguna vez –o tal vez la mayor parte del tiempo– como el conejo blanco de ojos rosados de Alicia en el País de las Maravillas que no paraba de decir «¡Dios mío!, ¡Dios mío! ¡Voy a llegar demasiado tarde!». Sí, tenemos esa tendencia a andar corriendo de un lado al otro a contrarreloj intentando que el tiempo no nos venza viniéndosenos encima conforme nos dirigimos presurosos a algún sitio. A veces incluso a sitios de los que no somos siquiera conscientes aún.

Es decir, tendemos a andar a las carreras sin saber del todo por qué es que corremos, presionándonos, estresándonos al punto de que se nos va la vida en ello.


Esa carrera tiene la asombrosa capacidad de sumergirnos –como la propia Alicia al caer por la madriguera mientras seguía a ese curioso conejo blanco– en un vertiginoso foso en el que no dejamos de caer. Es el foso de la ansiedad: un malestar en cualquiera de sus presentaciones clínicas; el trastorno que nos perseguirá como una sombra degradando nuestro mundo; socavando nuestra precaria calidad de vida.


¿Por qué dejamos, entonces, que el tiempo se nos venga encima como una terrible marejada en la que estamos a punto de ahogarnos? Corremos para llegar a lugares que ni siquiera acabamos de comprender ya sea por el ideal del éxito que cada uno tenemos en nuestra mente y a veces tenemos la sensación de no llegar a ningún sitio en absoluto a pesar de movernos incesantemente.

La cuestión es que andamos siempre de prisa. A las carreras. No nos permitimos un tiempo para nosotros mismos a la vez que intentamos a toda costa cumplir con las auto-exigencias o con las demandas impuestas por un mundo que no se detiene ni se detendrá aunque ya no estemos presentes en él.


Sí, corremos como si el tiempo no fuera nuestro sino siempre de alguien más. Y corremos solo para darnos cuenta –al final de la carrera– que debimos habernos detenido un instante a contemplar lo que consideramos más banal: ese atardecer que pinta de tonos anaranjados el horizonte; el intenso azul sobre nuestras cabezas un día despejado; la respiración de nuestro ser querido mientras duerme plácidamente; el petricor que anuncia la lluvia y su murmullo cayendo sobre el techo una tarde; una pareja de enamorados hablando con la mirada en la banca de un parque; la suave caricia del viento en nuestro rostro; la risa de un niño que es sorprendido por su progenitor en un juego que solo él entiende; el cielo estrellado de la noche y sus incontables astros formando figuras imaginarias.


Hagamos una pausa, entonces, ya sea breve o extensa. Una pausa no significa mandar al traste nuestras crecientes responsabilidades y en ocasiones tortuosas tareas. No, significa más bien darnos un respiro y saber que nada nos pasa si nos brindamos tal licencia. Una licencia necesaria en un mundo que parece girar más rápido cada día, tanto, que nos obliga a llevar a cuestas ese reloj de bolsillo que todos llevamos guardado como aquel conejo blanco de ojos rosados del cuento de Lewis Caroll.

Un reloj que no dejamos de mirar ni para posar un rato los ojos en lo que realmente vale la pena: la razón por la que tendemos a correr. Esa razón que emerge en nuestra mente como el telón de fondo que resalta la figura de nuestra vida a veces demasiado tarde, cuando poco podemos hacer ya por ella.


Esa misma vida exigua de tal tiempo para compartir; de vivencias para contar; de momentos para recordar de manera que, cuando nuestro propio tiempo se agote irremediable e indefectiblemente, podamos partir con la certeza de que hicimos lo que estuvo en nuestras mano para otorgar un significado único a nuestros días. Un sentido que solo nosotros hemos de dar pues el secreto de nuestro peregrinar, de nuestro ir y venir, lo habremos llevado muy dentro de nuestro ser, guardado como un mantra que rige nuestra dirección de la misma forma que el viento insufla la vela de nuestras acciones antes de llevarnos a buen puerto.


Así que vivamos pues, a plenitud, esta aventura llamada vida. Apartemos de nuestra vista por un momento el reloj de bolsillo y pasemos de largo la madriguera para detenernos en el descampado de nuestra propia contemplación ante todas esas cosas que pasamos por alto al correr. Dejémonos asombrar por los pequeños detalles ocultos a plena vista; por las pequeñas cosas que dan sentido y orden al caos que a veces nos atormenta en forma de celeridad; el constante tic-tac en nuestros oídos; la insufrible manera de andar de prisas: a las carreras de arriba abajo, ¿no lo creen?

Bolex
San Judas Tadeo se aparece en el Centro Cultural BAM

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