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La tonalidad de la vida

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Hay días donde la observación se convierte en una emboscada por la cual suelo escabullirme, internarme entre el bullicio de la ciudad y mirar para todos lados; en otras ocasiones busco donde no es posible para todos. En las azoteas. Cada vez que tengo oportunidad, merodeo sin aspavientos, simplemente como un ser que se llena de lo inimaginable, el que les pone nombre a las situaciones y utiliza vocablos distintos a los que escuchamos a diario.

Hace un par de días tuve la oportunidad de estar en una parte de la ciudad, una edificación para ser exactos, en la avenida pípila, justo antes de llegar a la avenida 20 de noviembre. Un edificio al que su silueta fue diseñada por mi hija. Ella es arquitecta. Y gentilmente nos invitó a dar un recorrido por su interior, muy moderno, materiales diversos que le dan realce a su estructura, sintiéndonos en un sitio acogedor.

Y justo desde la azotea del edificio, dejé de admirar la modernidad para adentrarme en las viviendas contiguas al edificio. Eso sí, fue admiración, presenciar estorbos, basura acumulada, así como fierros donde la oxidación le ha dado otra tonalidad a la vida. Las espontáneas parvadas de aves hicieron un festín visual en lo alto del cielo. Y sí, me quedé asombrado de la magnificencia de la creación.

Se convirtieron en unos minutos peregrinos del aire en plena procesión celestial hasta perderse entre las escasas nubes que ese día quedaron como una mácula para posteriormente deshacerse sin saber en realidad a dónde se fueron. Primero eran coloridas para pasar de sepia a un blanco y negro.

Las azoteas son escenarios de formas de vida, de pensamientos varios, donde las sombras rasgan las investiduras sin saber si son sueños o son realidades. Creí que era un espejismo; sin embargo, cuando me di cuenta de la realidad, seguía yo observando. Algunos muebles mueren ahí arriba, son arrinconados, desamparados a la luz de la luna y al canto de la lluvia en las noches de invierno.

Las azoteas se convierten en cárceles donde la cadena perpetua es factible cuando muere el otoño a la espera de una primavera, realizando exclamaciones que se repiten en los espacios donde el sol da de frente.

Los tendederos son escaparates donde las ropas remendadas o rotas son el último grito de la moda.

Los objetos en las azoteas despiden ritos mortuorios que piden paz cuando el silencio y el olvido se vuelven un tormento.

El tiempo es benévolo y así lo siento. Vivo a un ritmo donde algunas personas no me comprenden, cuando me quedo distraído disfrutando de lo que veo, de lo que anhelo y algunas veces también del dolor que me crea un agradecimiento de saberme vivo.

Hoy de nuevo se instaló la reflexión en mi ser, en el equilibrio de mi vista hacia las azoteas, aniquilando suposiciones al arrullo de antiguos ancestros que moran en situación de ascenso.

¡Me gusta lo que veo y lo que vivo!

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