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Todo sucedió en un corto periodo, en el cual la silueta de una forma femenina se colaba entre las grandes construcciones de la iglesia de la gran ciudad. Gigantescas figuras arquitectónicas ataviadas de blancos espasmos, así como de roídas cerraduras con olor a madera podrida, eran parte de la escenografía.

La mayoría de la gente que acudía a la homilía de la tarde se daba cuenta de los sucesos sobrenaturales que se acentuaban cada vez más.

Desde el campanario, al talán de la enorme campana, se invitaban a los feligreses a asistir al santuario de la fe. Algunos dicen, que cierto día, cuando el acólito Andrés al tratar de tocar la campana experimentó la sensación de una forma extraña detrás de él, su cuerpo sintió la presencia de un ente sobrenatural a tal grado de no voltear a verla, un frío recorrió todo su cuerpo y aunque no sabía de qué se trataba se quedó por unos minutos petrificado, hasta que aquella sombra se desvaneció lentamente volviendo todo a la normalidad.

Andrés sabía que algo raro estaba detrás de esta situación, a lo que se dispuso a contarle al párroco de la iglesia.

Al escuchar la descabellada historia, el presbítero conminó a Andrés a que diariamente hiciera oración para que de esta forma su ser se deslindara de la relación con la sombra maligna que lo visitaba desde hacía más de veinte días sin poder entender esta relación.

El padre ya no quiso ahondar más sobre el asunto.

La normalidad nuevamente llegó a la iglesia sin que se repitiera la escena de la silueta.

Hasta que cierto día, en el cual la iglesia estaba atiborrada de personas, mientras el padre levantaba el cáliz para ofrendarlo al señor, al alzar la mirada, claramente vio como la silueta nuevamente se desplazaba por el techo de la iglesia, a lo que asustado tiró el cáliz desparramando todo el vino que en él se encontraba sobre el piso de la iglesia.

 Se llevó sus manos a la cabeza y repetía una y otra vez, ¡esto no puede ser! ¡Esto no puede ser! La gente asustada salió corriendo del recinto sagrado para perderse entre la oscuridad de la noche. Únicamente Andrés se quedó al lado del párroco para ofrecerle auxilio. Lo levantó, y lo llevó a un sillón que estaba en la parte posterior al bautisterio, donde lo dejó descansar unos minutos, hasta que el padre se quedó completamente dormido.

Con la intriga en su apogeo, Andrés con cierta audacia inició a revisar los documentos que se hallaban dentro de un cajón cerca de donde se encontraba descansando el sacerdote. Al indagar, ¡Andrés encontró una llave con una pequeña cinta color negra! Esto sorprendió sobre manera a Andrés que ahora con más curiosidad tomó la llave e inició a buscar la cerradura en donde entraría la pequeña llave.

Para su sorpresa, la llave embonó perfectamente en una diminuta puerta, justo atrás de una pequeña cortina oscura, donde apenas si cabía una persona. Al dar vuelta a la llave la puerta se abrió y su asombro fue mayor al encontrar una pequeñísima habitación de donde salía un olor muy desagradable.

En un camastro se encontraba el cadáver de una joven mujer con un bebé en sus brazos. Andrés no daba crédito a lo que sus ojos observaban. Junto al cadáver de la chica había un folder de color rosa donde se encontraban fotos del padre de la iglesia en posiciones sugestivas con la chica muerta.

Ahora Andrés lo comprendía todo, la silueta no era más que el espíritu de la chica muerta que de una forma inusual pedía que sus restos se les diera cristiana sepultura, así como la de su bebé. Así mismo, la feligresía debía de saber qué clase de chacal era el padre, aquel que en sus sermones conminaba a perdonar y portarse bien, haciendo caso contrario a lo que él predicaba.

Para cuando el párroco despertó, la policía lo tenía esposado y en espera de su declaración en torno a la desaparición de una chica veinte días antes. Con lujo de descaro, el padre narró la forma en la cual le quitó la vida a aquella chica que había quedado embarazada de él y a su vez engendrar a un bebé que no tuvo la oportunidad de sobrevivir a sus vilezas, ya que la chica era solo un estorbo para su carrera sacerdotal quitándole la vida a través de un veneno que le puso en su bebida y compartiéndola con su pequeño bebé.

Posteriormente, el cadáver de la chica, así como la de su criatura, fueron enterrados en el panteón de la ciudad, dando fin a un suceso que solo quedaría como historia en la mente de todos los que habitaban en esa ciudad, la silueta de la sombra femenina.

Edgar Landa Hernández.

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