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Estoy seguro que la lista de cosas deplorables en este país es larga. Seguramente así es. No es mi intención hacer una apología de los males que nos rodean. Pero sí pienso poner sobre el tintero una de esas cosas que considero que está mal. Una sola.

Una que bien podría formar parte de uno de los círculos del infierno imaginado por Dante Alighieri y es que en nuestros días, en nuestra sociedad, ha proliferado un especial tipo de persona. Un sujeto digno de análisis; de estudio; de experimentación desmesurada. Una personalidad que ha encontrado su modus vivendi succionando, cual hematófago, el bienestar social: se trata del burócrata.

El burócrata es ese germen al que le gusta hacer gala de soeces trámites; de su falta de agilidad para poner soluciones; de su pragmatismo a medio evolucionar. Ese, quien seguramente está enviciado de su propia estulticia, incapaz de ofrecer un cambio positivo a nuestro sistema, ya de por sí decadente. Ése que hace de su deidad personal los reglamentos y procedimientos a los que le es ciegamente fiel y gusta seguir al pie de la letra, incluso la más pequeña. Ése que se esparce como se propagó la peste en el medioevo: sin control, sin recato, sin respetar género, edad ni condición social.

El burócrata es el que se jacta de entorpecer el desarrollo óptimo del ser humano por su falta de confianza en el mismo, lo que impide una inversión eficiente del tiempo ajeno pues solo sabe favorecer la pérdida de este recurso con todos sus artificios a los que llama insulsamente «sistema».

Eso sí, con una sonrisa sardónica cada vez que acomoda sobre el escritorio la torta de jamón –o de milanesa– a la que este individuo, con toda parsimonia, dedicará el tiempo necesario.

El burócrata no conoce más felicidad en su monótona e insípida vida que la del sufrimiento ajeno. No tiene más afición que la desesperanza y la angustia de los demás frente a su poder. Un poder otorgado siempre por otro burócrata igual o más incompetente todavía.

Todo para que éste le dé vuelo a sus tendencias sádicas y llenas de perversidad. Dicha perversidad es producto de las prolongadas horas de ociosidad de las que goza en su trabajo, mientras que el sadismo –evidente en su actitud–, podría deberse muy probablemente a un abuso emocional sufrido durante su etapa de niñez, cuando era inerme a toda agresión, lo que me hace suponer que su conducta flagrante y poco cooperativa, así como su desconfianza en el individuo con el que debería ser servil, son un mecanismo de compensación debido a su sufrimiento infantil.

Un sufrimiento que –evidentemente– le continúa atormentando. Tanto, que intenta a toda costa una venganza hacia los demás (la sociedad), a los que confunde con la figura que lo maltrató psicológica o emocionalmente,

Al no gozar de los medios para paliar esa situación (posiblemente debido al tiempo que ha transcurrido ya desde el evento en cuestión), este individuo ha creado en su subconsciente un particular mecanismo de defensa: el Desplazamiento, cuyo objetivo es la de redirigir o reorientar un impulso hacia otro blanco hasta el punto en que se aminore la angustia generada por el blanco original.

En cuanto a sus aptitudes, la superación personal no está en los planes del burócrata. Por lo general su trabajo de oficina no exige un incremento significativo en lo concerniente a sus habilidades intelectuales ni la actualización de sus capacidades por lo que, aquello que es una necesidad para el individuo común, definitivamente está de más para el burócrata.

Esto me conduce a la conclusión de que su Yo no llegó a estructurarse de manera adecuada. Quizá el Principio de Realidad, al que el individuo quiso adaptarse prematuramente, no le dio la fuerza suficiente a dicha maduración, por lo que el burócrata no necesita de nuevas técnicas en su haber, con el viejo método anti-buen samaritano es suficiente para él, lo que supone un posible conflicto de intereses personales debido a la desesperanza hacia el porvenir frente a la consciencia ante su propia finitud, pues careciendo de redención que le sancione moralmente, justifica constantemente su abominable y egoísta conducta causando daño a los demás en aras del deber.

La negligencia con la que se dedica a sus labores me hace sospechar de una incapacidad para resolver su complejo edípico, ya que su amor incondicional hacia la madre, y la muy evidente falta de correspondencia –pues siempre fue subestimado por ella–, le convencieron en seguida de que toda acción dedicada a la obtención del objeto de amor desembocará en un fracaso inminente, lo que lo convierte, a fuerza del mecanismo de defensa conocido como Represión, en un ser insensible al fracaso, algo que lo hundirá en un círculo vicioso que sostendrá infinitamente el proceso frustración-acción-fracaso. Un proceso que ha perfeccionado desde que era tan solo un infante indefenso.

El burócrata experimenta, también, fuertes tendencias narcisistas, sobre todo a la hora de tener que ponerse al servicio de los demás –lo cual es su trabajo–, lo que explica su poquísima o nula cooperación hacia el bien común; el rechazo hacia la agilización de trámites y el impedimento de una neurosis social cuya solución está en sus manos la mayoría de las veces.

Lo anterior no tiene explicación más simple que la considerable falta de satisfacción por medio de sus relaciones objetales durante sus primeros años de vida –quizá su osito de peluche fuese demasiado feo y fuese objeto de angustia constante–.

A grandes rasgos, la transición normal que vivimos todas las personas normales –o relativamente poco neuróticas– va lentamente, desde el Principio de Placer hacia el Principio de Realidad por medio de las distintas formas en la que, desde bebés, nos relacionamos e interactuamos con la figura materna y el entorno próximo.

De manera que a través de los años comienzan a discernirse las diferencias entre ambos Principios, lo que posteriormente nos sitúa ante la activación y supresión de ciertas reminiscencias de la infancia, tales como el desear algo de manera caprichosa (cuando es demandado por el Ello), lo que a su vez conlleva a la valoración-activación de las fuerzas necesarias para llevarlo a cabo (por parte del Yo), o la supresión de dicho estímulo (por parte del súper Yo). Todo esto de manera subconsciente.

En el burócrata, el Principio de Placer estuvo siempre disminuido, si no es que inexistente. Para él, la existencia no ha sido más que un eterno sufrimiento. Un calvario. Una insatisfacción de sus propios deseos latentes de tal manera, que nunca existió transición alguna de un Principio a otro, ya que el Principio de Realidad ha sido la única instancia que ha tenido lugar en su necia vida. Una vida carente de cualquier placer durante sus primeros años de vida, lo que le produjo un patrón de conducta evidente; un intento de redimir el sufrimiento; un Principio de Placer tardío; ¡un narcisismo por excelencia!

Pero no ha de escaparse a este análisis la institución pública de la que forma parte. Sí, esa institución pública que funge como una gran fábrica. Una gigantesca fábrica de burócratas: los crea, los envicia de tramitología sin sentido y les otorga un poder ilimitado sobre cada uno de los miembros de la sociedad.

Les brinda un dominio y una potestad sobre cada uno de los individuos que hemos sido, somos y seremos, víctimas de esa negligencia, de esa estulticia sin límites que constituyen, hoy por hoy, los dos pilares de la burocracia pues, teniendo también el poder de facilitar ciertos aspectos de la vida cotidiana; de generar esperanza a los desamparados; de producir un atisbo de luz donde sólo reina la oscuridad de la indiferencia, prefiere no hacerlo.

¿Por qué no lo hace? Porque la institución pública es el medio por el cual el burócrata logra sus mezquinos fines, como si fuese una sociedad aparte cuyo objetivo es siempre el de hacer el mal y complicar lo que debiera de ser asequible para el individuo. Un individuo que tiene que humillarse ante ella a cada momento que pisa sus suelos.

Ya por último y volviendo al tema principal, el burócrata es y será siempre víctima de su propio sistema inaccesible; de su propia dificultad para ser pragmático; de su incapacidad de ser sensible a las necesidades de los otros pues él también es víctima de la burocracia que le rodea, ya que ésta es incontenible a una sola institución –en este caso a la suya– de manera que, al desbordarse la burocracia hacia otras instituciones a través de otros burócratas, no se da cuenta que le afecta a él también.

Ignora que este mal inmoviliza a toda esa sociedad de la que él mismo forma parte a pesar suyo. Cierra los ojos ante la tormenta y vuelve a la torta de jamón –o de milanesa– sobre su escritorio atiborrado de suvenires y fotos que le hacen imaginar que no está en ese lugar, en ese momento: un espectáculo verdaderamente lamentable de contemplar.

Los indios
Introspectiva

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