El señor Lucio con un ademán hace traer a su mesa el whisky número cuatro. Avanza la noche, urbana e insomne. En medio del ruido, del caos, de las luces parpadeantes, el calor de los tragos apacigua sus pensamientos.
En el asiento por Lucio elegido hay un espejo en lugar de pared; le resulta curioso ver ese tipo de espejos altos, propios de prostíbulos. Supone que los tiempos han cambiado: las discotecas ahora se llaman antros, la música también es distinta. Boney M y sus alucinantes coros ha muerto, lo de ahora es Bad Bunny. Tampoco se baila igual, aunque eso era de esperarse. La señorita del vestido negro, el joven de rizos largos, restriegan sus cuerpos. Comienza el preapareamiento. Por la cara del joven, Lucio adivina que está a punto de mojar sus calzoncillos.
“En mis tiempos se cogía en privado. Un trago más y me voy.”
La mesa donde está, con muros de espejo, es la del rincón, y gracias al ángulo Lucio ve reflejada a su hija, sentada en la barra. “Es increíble que tenga cara de niña, todavía. Es increíble que se junte con tantos patanes. Si la seguí fue por curiosidad, ¡porqué me importa, carajo!”
Entonces Boney M empieza a sonar y Lucio no puede creerlo. Por inercia, baila su pierna izquierda ―una bala le dejó casi inmóvil la derecha― y todo es como antes, como cuando aún era policía.
El mismo mesero que le ha estado sirviendo las bebidas se acerca. Lucio está por pedirle la cuenta cuando es interrumpido:
―Ya vi que no le quitas los ojos de encima a aquella princesa de la barra. Tú sólo pídelo, yo la duermo, y es toda tuya.
Lucio mira al mesero, el joven de la sonrisa burlona que le guiña un ojo mientras masca chicle.