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Desde que la novela policiaca dio lugar a una narrativa llamada novela negra (noir), en México se ha considerado a Rafael Bernal como el padre de este género con su novela titulada El complot mongol (1969).

A partir de entonces fueron muchos los escritores a quienes el género negro cautivó, haciendo emerger figuras de suma importancia en la literatura mexicana como Élmer Mendoza, Paco Ignacio Taibo II, entre otros de talla internacional, como el español Imanol Caneyada, radicado en México desde hace más de veinte años o Jorge Alberto Gudiño. Además, se han planteado cuestiones relacionadas con el creciente fenómeno de este tipo de novela, sobre todo, la importancia que puede llegar a tener como una herramienta para la reconstrucción del tejido social que, en México, ha ido resquebrajándose, descomponiéndose debido a los crecientes índices de crimen e impunidad.

Es decir, el género negro puede llegar a funcionar como una especie de espejo que muestra la otra realidad del crimen.

Y, por «otra realidad», me refiero al hecho de que la narrativa criminal ofrece al lector una perspectiva estética de la abominación de un crimen, de la violencia que conlleva la presencia de este cáncer nacional que tiende a destruir el tejido social de la forma en la que somos testigos y espectadores, pues permite que el lector se meta en la piel del lobo del criminal, no para justificar la atrocidad de sus acciones, sino para darle un sentido que, la monocorde exposición de los hechos, escasamente ofrece.

En ese sentido, la novela negra tiende a llenar los huecos que van más allá de los hechos expuestos en una nota periodística que al lector, o al auditorio, pudiera parecerle unidimensional precisamente porque responde a cuestiones que tienen que ver con el hecho, dejando de lado las motivaciones subconscientes de los perpetradores: un nicho que el escritor de novela negra va a intentar explorar a toda costa, ofreciendo su propia visión del crimen desde el punto de vista tanto de la víctima, como del victimario.

Y es, en mi opinión, en este plano en el que el género negro puede producir un efecto de catarsis; de purificación que tiene, en el espectador, una obra de arte y mediante el cual permite que un gran mal —como la violencia, el crimen, la impunidad— encuentre un aliciente, un refugio psicológico y una temporal saciedad a esa hambre de justicia que, en muchos casos, difícilmente se consigue ya que son muchos, demasiados, los crímenes que nunca se esclarecen, haciendo que aumente el hartazgo social y, sobre todo, la pérdida de la esperanza en las instituciones encargadas de nuestra propia seguridad.

Así es pues como la novela negra ha de convertirse en una suerte de narrativa social por medio de la cual puede reflexionarse sobre la realidad que vivimos en este país.

En la que pueden cuestionarse muchas cosas que nos afectan como ciudadanos, los grandes males de nuestra sociedad y, como tal, valdría la pena sumergirse en esa denuncia siempre implícita a la que invita este tipo de narrativa a sus lectores, lectores que cada vez se suman a las filas de seguidores del género noir, que abarrotan sus festivales, como el Festival Internacional de Novela Negra Huellas del crimen, celebrado desde el 2015 en San Luis Potosí, un evento que conjuga la psicología con la novela negra para explicar sus motivaciones ocultas, subconscientes o veladas tanto al lector que se acerca al género, como al propio escritor que lo hace posible.

https://laredaccion.com.mx/filiberto-garcia-el-detective-opuesto-a-los-canones-establecidos-por-la-novela-policiaca-moderna/blas/
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