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Constantemente reflexiono sobre ese personaje de la novela de Tolstoi titulada La muerte de Iván Ilich. Un personaje cuya vida –y muerte– me hace advertir en el hecho de que casi siempre ha de existir una discrepancia entre la manera de vivir y la expectativa que se tiene de esa manera de vivir. Es decir, son variadas las ocasiones en las que creemos seguir el camino correcto; vivir de forma adecuada conforme a las leyes de Dios y de los hombres.

Superando incluso nuestras propias limitaciones. Extendiendo nuestros tentáculos como extraordinarios cefalópodos hacia el mejoramiento y la perfección.

Pero no solo una perfección idealizada y vacía sino una más estetizada, constituida de todos esos instantes en los que, lo que nos proponemos, es el enaltecimiento de nuestra conducta al servicio de nuestra más férrea voluntad por hacer las cosas en debida forma; de la mejor manera.


Sin embargo, ha de llegar un momento en la vida en el que nos preguntemos sosamente si tal proceder; si esa búsqueda del sentido o de la perfección en todos los haceres de la vida, nos ha acercado o conducido siquiera a la felicidad; a la satisfacción de nuestro ser; a la resignación de que la vida se aproxima a su fin indefectiblemente y nosotros mismos habremos de encontrarnos en tal punto de la forma en que habíamos imaginado, pensado, esperado y hasta erigido con determinación, esperanza y sacrificio.


La respuesta a tal cuestionamiento, para Iván Ilich, fue siempre negativa, inspirada quizá por la injusticia de la que hizo su nocturno tren; la última estación: el sufrimiento incansable. Esa sensación de vacuidad de la que a veces somos presa fácil y que nos ha de arrojar a una segunda interrogante: ¿Cómo debemos vivir la vida? ¿Cómo? Si solo tenemos una oportunidad para vivirla.


La vida de Iván Ilich se convierte entonces en una suerte de ensayo; en un bosquejo; en una exhortación a sostener la sentencia de CARPE DIEM teniendo especial cuidado en el hecho de vivir para los demás más que para uno mismo, pues solo viviéndose a sí mismo, y cumpliendo con las metas propuestas, será posible compartir a plenitud con los demás nuestros logros y aspiraciones. Nuestros objetivos y metas.

Nuestros aciertos y descalabros pues la vida no ha de ser color de rosa por mucho que nos esforcemos en colorearla de dicho tono. Y eso debemos aceptarlo de una forma u otra. Mejor antes que después.


Y no es mi intención que eso pueda tomarse como una respuesta a la anterior pregunta de cómo hay que vivir la vida. Pero quizá podamos hacer de eso una advertencia.

Una advertencia que Iván Ilich pasó por alto, pues nunca reparó en lo que le hacía feliz por completo.

Más bien se situó en la precaria posición de vivir como a los demás les hubiera gustado vivir; de pelear por lo que creyó que los otros hubieran luchado y, podría agregar, competir sin oponentes reales sino suscitados por una patológica necesidad de sobresalir, y no a cualquier costo sino al más alto precio: siguiendo los estándares que le imponía la moral y la ética de su época.

El camino duro, por así decirlo.


Desde luego, como Iván Ilich, también habremos de encontrarnos al final, ya no de una encrucijada, sino de esa sinuosa bocacalle que llamamos vida.

Ojalá de manera menos abrupta e irreconciliable, pero sin duda ahí estaremos, y sentiremos sobre nuestros hombros el peso de los años que han quedado atrás irremediablemente.

Y la nostalgia intentará ser nostalgia como lo hace siempre, y solo el pasado, en melancólica sucesión de recuerdos, nos responderá a susurros lo que nunca supimos respondernos; nos murmurará ese cómo que a muchos no nos deja vivir sin poder evitarlo conforme permanecemos estacionados en la técnica sin podernos asir de la contraparte: del arte.

El arte de hacer las cosas con pasión e intensidad y no únicamente a través de reglas de conducta y prescripciones teóricas, que pueden llegar a hacer de nosotros y de nuestra circunstancia una mentira, como lo llamaba Iván Ilich.

Una molestia, tal como él percibió. Sino hacernos dignos de ser ese acompañante en el último y único viaje por estos parajes en ocasiones más enverdecidos que otros escenarios en los que hemos estado o estaremos jamás.


Hemos de poner, entonces, sobre la mesa el hecho de que debemos considerar que el sufrimiento se hará presente solo en la medida en que no podamos resignarnos a la idea de que la vida es, en definitiva, lo que nosotros hemos querido que sea nuestra vida.

Que la vida es la secuencia y no el derivado de la forma en la que la hemos construido hilada tras hilada de momentos.

Perennes instantes a los que hemos de poner la etiqueta de buenos o malos con ímpetu o amargura según sea el caso.

De recuerdos que revolotean en nosotros como luciérnagas iluminando intermitentemente la oscuridad que nos abraza con la lentitud del cuenta gotas en el que caen los ínfimos granos de nuestro propio reloj de arena.

De encontrar el sabor al que queramos que sepa nuestra vida con los ingredientes que nosotros mismos hemos de cultivar en cada uno de nuestros traspatios para aderezarla; para condimentarla a voluntad.


De resignarnos sí, ¡pero viviendo! Luchado fuertemente por aquello a lo que nosotros mismos le hemos puesto el valor de cada gota de sudor y esfuerzo que ha recorrido nuestro cansino y sin embargo, lozano rostro.

De vivir sin caer en la cuenta de que intentamos hacerlo. Sin detenernos a pensar que ensayamos una y otra vez la puesta en escena que es la propia vida. Una reflexión demasiado tardía para Iván Ilich.

Pero no para nosotros si es que lo reconsideramos de esta manera, ¿no lo creen?

https://laredaccion.com.mx/lo-mejor-de-mi-vida/el-enamorado-de-la-vida/
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