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Siendo honestos, el cine de luchadores es de pésima calidad. Carece de guión, sus efectos especiales son lamentables, sus personajes planos y los eventos se suceden de manera fortuita. Son escasas las producciones con una estructura narrativa identificable o bien sustentada.

No obstante sus falencias y ridículos, el cine de luchadores puede ser sumamente divertido y disfrutable. Es, además, una manifestación de la cultura de masas en México, un producto de entretenimiento capaz de retratar aspectos propios de nuestra cultura.

Y de todos los exponentes del subgénero, el Santo es sin lugar a dudas el más importante, identificable y entrañable de los personajes emanados de dicho universo.

Poca gente conoce el nombre de Rodolfo Guzmán Huerta, pero si hablamos de Santo, el Enmascarado de Plata, las cosas cambian radicalmente.

Sus andanzas en el mundo del entretenimiento comenzaron en el cuadrilátero como “El Hombre Rojo”, encarnó asimismo al “Enmascarado”, “Murciélago II” y “Demonio Negro”, pero su carrera despuntó al adoptar una máscara plateada y el irónico nombre de “El Santo”, mote adquirido dada su rudeza en el cuadrilátero.

Más allá de la lucha, el Santo se hizo de todo un nombre en otros medios, destacando entre ellos el mundo del cine, quizá el medio responsable de su proyección internacional y en el cual se terminaría de forjar su leyenda.

Espías internacionales, seres sobrenaturales, nazis latinoamericanos de piel morena y todo tipo de villanos humanos y de ultratumba fueron rivales del Enmascarado de Plata en la gran pantalla, incluso existe una cinta que ubica sus orígenes en el México colonial.

Narrativamente hablando es necesario decirlo: Santo, el personaje, funcionaba en la gran pantalla como un recipiente vacío, de ahí su versatilidad y funcionalidad.

Nadie sabe el verdadero origen del Santo, de hecho este origen varía de una cinta a otra.

A veces es un agente gubernamental capaz de combinar sus obligaciones patrióticas con su profesión de luchador; otras es simplemente un gladiador que se ve envuelto en tramas conspirativas de talla internacional o se topa por azar con seres del inframundo.

El Santo es capaz de montar a caballo como el más diestro de los jinetes, y recuerdo haberlo visto sostener en más de una ocasión un tubo de ensayo, un matraz, o una jeringa. Seductor a lo James Bond o solitario melancólico, el Santo lograba quedarse con la chica pese a carecer de una personalidad definida no digamos de película en película, sino en el transcurso de una misma aventura.

Si bien esto podría considerarse un error para quien gusta del cine más formal y elaborado, para el personaje representó una gran ventana de oportunidad.

A diferencia de otros iconos de la cultura de masas, el Santo carecía de restricciones para vivir sus aventuras. ¿Para qué molestarse en justificar su pericia en las artes de la seducción, su sabiduría preclara en las situaciones más inverosímiles, su magistral manejo de la psicología para tranquilizar a la gente, o su experiencia en las artes ocultas y como científico espacial?

¡Es el Santo, por dios!

Ese solo hecho resultaba justificación suficiente para dotar al personaje de las herramientas necesarias para salir avante de prácticamente cualquier situación, sobrenatural, científica o intelectual, que se presentase en su camino.

Fuera en cintas de acción, terror o incluso cómicas (¿Cómo olvidar su épico duelo contra Capulina en la clásica Santo vs. Capulina?), el personaje podía adaptarse libre y cómodamente para funcionar en la aventura de turno.

La carencia de una personalidad auténtica y definida fue una genial herramienta narrativa para los responsables de narrar las aventuras del enmascarado. Si era necesario, los directores y guionistas estaban dispuestos a narrar y cambiar el origen del Santo a placer y según las necesidades de la cinta.

Sabemos que el Santo lo mismo ha surgido como una especie de línea sucesoria a lo largo de eones, que como la necesidad de un ciudadano extraordinario de esconder su rostro y combatir allí donde la justicia fuese requerida. Y desde luego, en unas pocas oportunidades, el Santo era simplemente un carnal que se metió a luchador y explotó su talento en un oficio al cual amaba.

Cualquiera podría pensar que odio o subestimo el cine de luchadores pero no es así.

Lo veo en lo que me parece su justa dimensión: cintas de pésima manufactura que reflejan, como toda manifestación artística, aspectos de la cultura que las produce. Sus valores cinematográficos ciertamente son escasos, pero el sociológico y cultural son notables.

 Para cerrar quiero quedarme con la que a mi parecer, es la imagen más lograda del cine de luchadores: el fotograma final de Santo vs. Las lobas: un Santo exhausto a contraluz, mirando a su rival tirado en el fondo de un acantilado mientras el sol sale para dar lugar a un nuevo día…

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  1. Interesante saber todo eso del santo. Aún que no me gustan mucho sus películas. Pero es un icono sin duda. Hasta donde llegará.