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En un paradisiaco lugar de la geografía de la Costa Atlántica se encuentra Zapatosa, un pueblo de pescadores situado a orillas de la majestuosa ciénaga de Zapatosa. Ciénaga que se encuentra adornada por una hermosa y verde sabana, como una alfombra que semeja un mar de esmeraldas y esperanzas, donde pastan rebaños de ganados de diferentes especies, que hacen de este paisaje un sitio sencillamente encantador, perdido en el olvido del tiempo y en el universo del silencio.

En este paraíso primitivamente hermoso y totalmente virgen, los habitantes recogían el agua para su consumo y satisfacer sus necesidades diarias, de los pozos construidos en los patios de sus casas o del arroyo llamado “la Vena”, las casas de habitación en su mayoría estaban construidas de bahareque con techos de palma y pisos de tierra aplanada. Eran contadas las casas que estaban construidas con paredes de bloques y pisos de cemento con techos de zinc.

La educación era «una cuestión de suerte”, porque en los colegios de primaria que había en el pueblo en esa época no tenían profesores permanentes por lo que las clases en estos colegios se dictaban solo cuando el gobierno enviaba algún profesor para estas zonas rurales perdidas en el olvido de la nada, contando además con la benevolencia del verano, que permitiera el tránsito del único carro que había en el pueblo para que este lograra salir por la trocha de Rivera hasta Pailitas que era el pueblo más cercano, ubicado en la carretera troncal.

Una noche de aquel tiempo, la oscuridad escondía el silencio y la silueta de Loyola, quien era un niño inquieto y vivaz que corría sigiloso como una sombra en las solitarias calles del pueblo para llegar a las tertulias de Maria Palmera.

Era un poco más de las ocho de la noche y en el andén de las casas brillaban las ultimas lamparitas alimentadas con combustible de querosene -un derivado del petróleo -, que a esa hora todavía permanecían encendidas en las puertas de la calle de casas que estaban abiertas, permitiendo que la oscuridad de la noche no fuera más aterradora. Esas luminarias encendidas, semejaban cocuyos titilantes que parecían fantasmas y espantos “imaginarios”, en las calles oscuras del olvidado pueblo.

El viejo Antonio Chaves siempre estaba sentado en la puerta de la calle de su casa, acompañado de su bastón, y por su edad e insomnio era una de las personas que más tarde se acostaba en el pueblo. Se quedaba fumando su tabaco “montao en burro” – montao en burro era un tipo de tabaco fabricado por los campesinos de la región este tabaco era el que fumaban los hombres, era un tabaco de textura suave, grueso y largo, también existía la calilla, que era un tabaco más delgado y más largo, este tabaco era fumado preferiblemente por las mujeres- y sacudiendo los mosquitos con su musengue, recostando su taburete al tronco de un «árbol de Matarratón” que era tan viejo como él mismo. 

Desde la distancia y en la oscuridad de la calle, su figura semejaba a un ciclope que botaba fuego por su único ojo, ya que el tabaco del viejo Antonio Chaves prendido reflejaba el circulo de candela como un ojo en un cuerpo sombrío que de repente expulsaba un rayo óptico. 

Y era que realmente al viejo Chávez le gustaba disfrutar del fresco de la noche, fumando su tabaco el cual despedía chispas de candela como pequeñas cascadas de fuego que destellaban en la oscuridad de la noche semejando a miles de luciérnagas fantásticas y titilantes, y el humo que se desprendía del tabaco, volaba  como fantasma vestido de blanco, que como un niño  asustado presuroso, corría a elevarse al cielo formando espirales que semejaban caminos circulantes de nubes que se perdían en el universo de lo desconocido en aquella misteriosa y seductora oscuridad. 

Desde su taburete, el señor Antonio atendía hasta muy tarde de la noche, a las personas que llegaban a solicitar sus servicios – que no eran pocos-, esta era otra razón por las que este señor era una de las últimas personas en cerrar las puertas de su casa, casi a la media noche. En el pueblo era el único que vendía el querosene – combustible que se les echaba a las lamparitas caseras que se utilizaban como luminarias que alumbraban las calles del  pueblo -, también era el proveedor del «ungüento Número Cien”- pomada muy usada para hacer los sobos y para calmar los dolores producidos por golpes o torcedura de tobillos -, además,  era el único sobador del pueblo, con el milagro en sus manos para aliviar el dolor como por arte de magia y arreglar las descomposturas de huesos,  torceduras de tobillos y la torticolis y como si fuera poco, rezaba el mal de ojos de los niños.

Nunca faltaba quien muy tarde de la noche, tocara a su puerta, buscando diez centavos de querosene para su lamparita o pidiendo que le vendieran cinco centavos de ungüento cien, para calmar algún dolor de muela o de cabeza.

Aquella noche Loyola llevaba dos calillas, para que fumara la señora María Palmera, quien era la contadora de historias del pueblo. Sus historias eran relatos de hechos reales y/o ficticios, que ordenaba y creaba hábilmente en su cabeza a medida que masticaba la colilla del tabaco para contárselo a los niños. Ella hilvanaba armoniosamente como hábil artesana que teje su obra maestra, trenzaba con detalles fantásticos desde su imaginación, y pausadamente como en una película de suspenso iba soltando palabra a palabra los hechos que hacían erizar la piel y alterar los sentidos, por el miedo aterrador que producían sus relatos.

A Loyola le tocaba atravesar el pueblo de extremo a extremo para disfrutar de aquella singular diversión y enseñanza. Esas historias le alimentaban la creatividad al tener que imaginar las escenas, los hechos y los personajes descritos, porque dibujaba en su mente los relatos mágicos que iban describiendo como una película los cuales idealizaba y materializaba en su cerebro a medida que María Palmera les narraba su cuento.

Todos los sábados entre las siete y ocho y media de la noche, eran los días en que esta señora, les brindaba a los niños el placer de conocer tan interesantes relatos. 

Cuando ya terminaban aquellas sesiones narrativas, Loyola tenía que volver solo a su casa, que quedaba al otro lado del pueblo. El corazón se le quería salir del pecho, por el miedo que sentía al recordar los personajes siniestros, diabólicos y terroríficos descritos en las historias de la señora María Palmera. Esos instantes eran de terror, ya que en su memoria estaban presentes los fantasmagóricos monstruos descritos en las historias que acababa de escuchar.

Por si fuera poco, como complemento tenía que pasar por el frente del cementerio del pueblo, del cual se decía que en las noches oscuras salía el fantasma de la difunta Mónica, el cual desaparecía a todos los hombres o niños, sin importar su edad, que osaran cruzarse en su camino en noches como esa por haber profanado su tumba. Ella perseguía a los varones, ya que debía vengar y castigar la falta grave de interrumpir la tranquilidad de su sueño eterno cuando un par de hombres en una noche de parranda se atrevieron a robar su calavera para utilizarla como amuleto mágico para enamorar mujeres hermosas.

María Palmera, era una mujer de unos sesenta años de edad, de cuerpo robusto, de andar bamboleante, con una voz firme que infundía respeto, sin llegar ser grosera y te hacía sentir protegido cuando narraba sus historias, tenía el pelo blanco, su rostro era agradable porque siempre se iluminaba con una sonrisa amplia y sonora, y su mirada era penetrante que denotaba en ella mucha suspicacia e inteligencia. La señora María Palmera contaba una historia por cada tabaco que se fumaba.

Para los cuentos de aquella noche, Loyola, que era un niño de seis años, de ojos despiertos y que asistía regularmente porque le fascinaban esas tradiciones y enseñanzas orales, había ahorrado dos centavos para comprar las dos calillas que tenía que llevar para tener el placer de escuchar las historias que tanto le gustaban. 

María Palmera, prendió su tabaco con mucha parsimonia, luego mordisqueo la punta del tabaco, escupió hacia un costado en el piso de tierra y empezó a fumar y a masticar el tabaco, mientras tanto los cinco niños que aquella noche habían llegado a escuchar sus cuentos, se acomodaron en semicírculo, uno al lado del otro sentados en el piso de tierra, buscando el mejor sitio para escuchar el cuento, que estaba a punto de empezar. 

La señora aspiro el tabaco y exhalo una bocanada de humo, que se esparció lentamente como un espiral hacia el cielo, confundiéndose con la oscuridad de la noche y la tenue luz de la lamparita de kerosene chisporroteo, como presagiando el temor que inspiraban las historias que María Palmera relataría en aquella ocasión.

La señora miro la lámpara como ordenándole que se quedara quieta y con un tono muy serio comenzó a contar la historia: – «En una ocasión en un punto que llaman Mate Golero, allá donde termina la sabana, a un costado de los palos grandes, en el sitio conocido como la Casa de Zinc, se fue a vivir una pareja, Marceliano y Josefina que se habían casado muy jóvenes y enamorados. Aquella pareja  pese a su juventud eran muy  emprendedores, respetuosos y por su forma de ser se daban a  querer por todos los vecinos y conocidos del pueblo, además sus buenos modales y su amabilidad los hacían unas personas apreciadas por todos los vecinos y estaban  dedicados por completo a sacar adelante a su nuevo  hogar, siempre se les veía alegres, haciendo con entusiasmo sus labores, que consistía en cultivar la tierra y criar algunas vacas y ovejas, realmente era una pareja digna de admirar por su comportamiento ejemplar. 

Al poco tiempo de casados, les nació un par de gemelos, una niña a la que llamaron Juliana y un niño al que llamaron Alfredo, a los cuales les dedicaron todo su amor y cuidados; los enseñaron a ser siempre muy unidos y ayudarse mutuamente, los jóvenes padres cuidaban con esmero del crecimiento físico moral y espiritual de sus hijos y de su formación académica, enseñándoles valores y respetos para las personas mayores.» –

– «En el pueblo casi nunca había personas, que se dedicaran regularmente al arte de enseñar y menos profesores del gobierno, por esa razón la madre de Juliana y Alfredo se encargaba de su educación y se esmeraba en enseñarles a leer, escribir, a desarrollar sus habilidades artísticas, cultivando en Juliana y Alfredo, el amor filial de ser siempre muy unidos y ayudarse mutuamente. Los niños nunca salían uno sin la compañía del otro, ya que Marceliano y Josefina sus padres les recomendaban ser prudentes y no alejarse de la casa, ni salir por las noches, más aún si esas noches eran sin lunas o lluviosas y oscuras, les advertían que en esas noches salía la luz Corredora o la llorona. 

Continuara… segunda parte.

» ADÁN Vol.1″ Presentación de Libro
José Luis Parise, Vídeos: El Poder Oculto de las Palabras.

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