La carta que jamás escribí.
Para mi madre, ejemplo de fuerza y fe que siempre nos ha llevado por el camino de Dios.
¿Recordar? ¿Volver a vivir? No todo lo que se recuerda se quiere volver a vivir. Abrir puertas a escenas que jamás han salido de ahí, donde duele, donde el recuerdo lastima y lacera el corazón, situaciones que han sido parte de escabrosas vivencias y que, sin embargo, son parte de esta vida. Cuando la sonrisa se ha esfumado y los ojos se enjuagan con agua de adentro, donde duele, donde pertenece cada sombra, cada suspiro que se ahogó en un sinfín de preguntas sin respuestas, de esperanzas vanas y que, por supuesto tratan de ver la vida como un espejismo, que al final del día volverían a ser las cosas iguales.
No lo creo. ¿Olvidar? No es viable, porque existe el recuerdo, porque se asoma la imagen de mi madre, de aquella forma en la que con su delicada voz nos daba ánimo de que todo iba a estar bien, a pesar de que jamás fue así. Me pregunto ¿quizás habría la manera que pudo haber sido diferente? ¿De qué forma cambiar un destino que está ya escrito solo a la espera de continuar con los últimos pasos de lo que a la postre es algo doloroso?
Ha pasado el tiempo. Lamentos que en su momento se pudieron cambiar por tomar la mano de mi padre y decirle que ahí estaba yo, que ahí permanecía dándole masaje a su mano mientras se le escapaba la vida, conectado a diversos mecanismos que solo retrasaban su agonía, y sí, mi madre, con la fe en la que vive, serena, me abrazaba y decía, tranquilo, ¡va a estar bien!, anda vuelve a sonreír, pronto estaremos juntos nuevamente.
Y sí, me fui de ahí con esa esperanza, con ese sueño que me decía mi madre. Mientras viajaba en el autobús rumbo a Xalapa, los recuerdos se arremolinaban y pasaban encima de mí, tantos y tantos. Por un momento quise poder atrapar todos, pero el mismo viento de la ventanilla abierta los desparpajaba.
Si acaso tendría yo 18 años. Era mayo de 1990 y mi sentir convulsionaba. Hoy lo vuelvo a recordar, ¿Por qué? ¿Por qué no quise mostrar el dolor?, ¿Por qué habría de ser diferente, por qué continuar de una forma que no era yo?
Llegar a casa y verla vacía, sin la sonrisa de mi madre y sin la algarabía de mi padre, cuando llevaba sus bolsas llenas de pan, esas camelias, como el mismo decía que le hacía los honores cada tarde cuando las remojaba con su café. ¿Cómo olvidar sus gritos de ánimo desde las tribunas del estadio xalapeño cuando yo competía en las carreras de atletismo?
No lo comprendía aquella vez. Y sigo sin comprenderlo. Y sí, ese día, permanecí sentado, ahí, en la escalera, esperando a que sucediera algo insólito, como cuando de pequeño me daba una nalgada y me decía “Levántate flojo, es hora de hacer algo. Y entonces lo miraba y él me abrazaba. Nunca comprendí que ya no regresaría jamás.
Los días transcurrían y mi madre aún en el hospital de neurocirugía, como siempre cuidando y dándole el amor que por años le dedicó a mi padre, en la ciudad de Puebla, esperando un cambio, esperando a su Dios que le diera el milagro. Y yo, de nuevo ahí junto con ella, en el hospital, un 10 de mayo, cuando la mayoría de las madres recibían regalos, mi madre recibía noticias dolorosas, a mi padre se le había desprendido un artefacto que le habían puesto en una arteria de su cerebro. La hemorragia cerebral llegó mucho más fuerte.
Mi madre lo sabía, ella sabía de antemano que las cosas se dificultaban, pero ¡jamás nos lo dijo! Solo el amor de madre puede hacer esto.
Una última vez pasé a ver a mi padre a la unidad de cuidados intensivos. Ese día lo vi tan indefenso, no era más aquel hombre recio y estricto. Tenía 58 años. Siempre nos lo dijo en vida” No quiero llegar a viejo” y lo cumplió. El destino se presentó como pasajero sin boleto .
Edgar Landa Hernández.