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La cama es un mueble asociado a dos necesidades imprescindibles del hombre: el amor y el descanso. Es innegable que estos aspectos pueden transformarse en pasiones, perversiones y a veces en enfermedades asociadas a un mal cada más frecuente el insomnio.

La cama recrea tantos sucesos de nuestra vida que al hablar de este preciado objeto, me parece obligado recordar que existe tal variedad de camas, elaboradas con los más diversos materiales y acabados, por ello sus precios oscilan entre un rango demasiado amplio.

Yo en cambio he preferido usar solo un colchón que se ha convertido en uno de los lugares preferidos para escribir. Mi cama, si puedo así nombrarle, también es el lugar que me ha atado a la depresión. Es precisamente en la cama donde he imaginado túneles completamente obscuros, en los que busco una sola lucecita, una esperanza al final del camino, sin encontrarla.

Dejar la cama, después de las una, dos, tres de la tarde sin motivos aparentes no siempre es bueno para el alma, pues hay ideas y pensamientos que la enlutasen y la llenan de amargura.

Hace algunos años y después de varios meses de dedicarme a desintoxicar y recuperar mi cuerpo y mis emociones, era necesario fortalecer cada uno de los órganos que habían sido dañados por una enfermedad. A pesar de sentirme más fuerte que antes de comenzar las absorbentes terapias, mi organismo requería de sustancias que realimentaran y revivieran aquellas partes que la ansiedad había asesinado día con día. Las sensaciones de salir corriendo de todo lugar y de shocks eléctricos que iniciaban en los pies y me erizaban los cabellos habían dejado bastante dañado mi cuerpo.

Cuando supe estaba lista para tomar una nueva terapia con la que cerraríamos el tratamiento, me sentí feliz, pero pronto mi felicidad se transformó en tristeza, en una depresión y en un sentimiento de soledad absolutos porque nuevamente tendría tiempo para hacer vida social y él no estaba conmigo.

Recuerdo, muy claramente aquella tarde en que mi cama y mi cuarto se habían llenado de desamor. Estuve, todo el día literalmente tirada en mi cama, la espera a que llegaran las doctoras fue interminable.

Eran alrededor de las once de la noche, cuando entraron a mi habitación y me encontraron en una situación preocupante. Mi semblante era completamente pálido y mi energía estaba por los suelos, una revisión obligó a una de ellas a preguntarme acerca de mis sentimientos, prontamente mis ojos se llenaron de lágrimas y un ardor en el pecho se extendió por mi cuerpo. La doctora me inyectó y me recomendó tomar baños de sol, completamente desnuda cubierta por un una franela roja.

La terapia era muy fuerte, por lo que a cada piquete que me daba, dejaba pasar un tiempo y luego preguntaba cómo me sentía. Me pedía que me incorporara para saber si me sentía mareada o no, y continuaba. Todo fue tan lento y después continuó con una serie de inyecciones diarias que cuyo efecto requería reposo total durante varios días.

La primeras dosis me hacían sentir como arbolito de navidad, con foquitos que se prendían en diferentes puntos de mi cuerpo, pero después esa sensación de brincoteos en todo el cuerpo se transformaron en un desgano total.

A ratos sentí dolores fuertísimos que me paralizaban. Jamás había sentido que me doliera la médula de los huesos, ni la sensación de que el tiempo pasará tan lentamente. Después de varios días, las inyecciones terminaron y solo quedó esperar a que hicieran efecto. Poco a poco fui recuperando mi energía para vivir, y fui alimentando mi alma con nuevas emociones.

Deje la cama y empecé a darle nuevos cauces a mi vida.

A veces pienso que la enfermedad, las terapias y mi cama me han dado la oportunidad de repensar mi existencia y reinventarla.

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