Cuando era pequeño y mi padre nos llevaba a ver a la abuela María Luisa, me gustaba observar su pequeña casa. Había tantas cosas antiguas. Un radio forrado de vinil color azul nos entretenía. Tenía un botón enorme para sintonizar las emisoras y programas de aquella época. Alguna vez llegué a pensar: ¿para qué guardar tantas cosas viejas que solo acumulaban un espacio que a su vez bien le podría servir para otras cosas?
Un enorme ropero con un espejo ya sin brillo y sus puertas ya vencidas por el paso de cronos.
Hoy, ha pasado el tiempo. Ya la abuela no está con nosotros. Su casa, tan solo, es una evocación de tiempos de unión familiar, de charlas interminables, de tazas despostilladas de peltre y que en ellas el café se mantenía caliente, tal como lo hacía su corazón cada vez que nos veía llegar.
Hoy miro desde otra perspectiva, con los ojos del agradecimiento. No es que con sus cosas antiguas no fuera feliz la abuela, al contrario, vivía de sus recuerdos, de sus desgastadas historias que nos aprendíamos de memoria, pero que a ella le creaba felicidad volver a repetírnoslas.
Adoraba yo ver sus cuadros con fotografías de diferentes personajes, algunos, nos platicaban su historia, era el color sepia el que le daba realce a sus argumentos cada vez que nos contaba la secuencia de sus vidas.
En su pequeña cocina habitaba una coladera con un gran agujero, pero aun así la utilizaba. Ella decía que aún le funcionaba y que no tenía que gastar en una nueva. Un molcajete de piedra permanecía a la espera de crear las salsas que tanto le gustaban.
La abuela era feliz con pocas cosas que creaban en su ser la bendición de apreciar lo que tenía. Hay días que parece que aún la escucho por las noches chancleando y con su taza de café en su mano rumbo a su cama.
No sin antes agradecer al que mora en las alturas, al que con vehemencia le brindaba una oración por el día transcurrido.
Cuando hablaba la abuela, se le ponía atención. Mi padre nos decía que era un acto de profundo respeto y sabiduría. Como siempre, yo sonreía e imaginaba los escenarios en una vida llena de desafíos, triunfos y pérdidas.
La madurez adquirida me hace sensibilizarme y entender a la abuela, a sus plantas de ornato, a su pájaro cardenal que, después de darle plátano macho, cantaba de una forma maravillosa.
La casa de la abuela era un espacio donde el tiempo jamás transcurrió. Pero a través de lo que habitaba ahí pudimos conectarnos con el pasado, entender el presente y prepararnos para el futuro.