La abuela Josefa es una señora ya muy viejita. Cuando recién se levanta hasta me asusta con sus cabellos alborotados y sin dientes, creo yo que hasta ha de ser bruja.
Su apariencia no es nada buena, siempre anda haraposa y da miedo cuándo se saca los dientes y los pone en un vaso con agua arriba de su buró. Yo no la visito, no me gusta verla a los ojos, que tal si me sucede cómo cuando medusa veía a sus enemigos y los convertía en piedra, dicen que tiene los ojos todos nublados, quizás por eso usa esos lentes grandotes como fondos de botella.
Hay ocasiones que mis padres me dicen -Fermín, ve a ver a la abuela Josefa porque está muy sola- Yo les digo mil pretextos y siempre tengo una excusa para no ir. Desde que la conozco ni siquiera le he dado un abrazo, es que le tengo mucho miedo, y más cuando van mis padres y los pasa a ese lugar oscuro en donde tiene muchas figuras de yeso, y velas al por mayor. He escuchado a otras gentes que también han ido ahí gritar con desesperación; y hay veces que hasta tiembla el lugar, se cimbra y ella siempre encuentra la paz con un pedazo de palo en forma de cruz, creo que eso le da poder y recita unas oraciones.
Antes no conocía que era ese artefacto en forma de cruz. Pero recién empecé a aprender a leer me di cuenta de que esa cruz se llama “INRI, o quizás sea la marca. Ahora que ya soy mayor, pues ya tengo 7 años, conozco más de la vida. No sé por qué viva sola la abuela Josefa, recuerdo que hace tiempo cuando estaba más pequeño estuvo en casa una temporada. Y se sentaba junto con mi familia a la mesa, Vicky, mi hermana mayor siempre trataba de consentirla, yo solo la veía de reojo y me percataba que, si sabía sonreír, un día llegué a pensar que le habían robado la sonrisa y jamás la encontró. Mientras comía se podía observar las arrugas de sus manos, y las uñas todas retorcidas, pero le servían para comer.
Antes de empezar a ingerir los alimentos, cuándo estábamos todos juntos en la mesa, ella cerraba sus ojos y juntaba sus manos, creo que siempre hacía un conjuro para cambiarle el sabor a la comida de mamá, es que no era buena cocinera, sabía fea su comida. Y eso se repetía tanto en el desayuno, comida y cena, aunque sé que jamás le funcionó, bueno, al menos mi comida siempre sabía igual. Solo estuvo 4 meses en casa, un día tomó sus maletas y se marchó, no sin antes darle un abrazo a Vicky, a mí ni siquiera me dijo adiós, quizás porque yo sabía que era una bruja.
Tiempo después extrañaba su presencia, ya no se hacía el ritual de juntar las manos, nadie decía nada. Algunas veces me decía mi hermana –“¿Fermín, extrañas a la abuela? Yo le contestaba -no, para nada, ni siquiera me había dado cuenta de que ya no estaba.
-No seas payaso, sé que si la extrañas cómo la extraño yo-.
Y la verdad tenía razón Vicky, si la extrañaba aun sabiendo que era una bruja, pero sabía que jamás me convertiría en rana o en mapache.
Una mañana de domingo muy temprano, después de darme un buen baño, escuché a Papá discutir con mamá, cerré la llave de la regadera y puse la oreja en la pared para lograr captar su pelea, mi padre insistía en regresar a casa a la abuela, pero mamá no quería, decía que nuevamente sería una carga para todos, y además me quitarían mi cobija que tanto me gustaba.
Un silencio reinó en toda la casa. Después comprendí que la abuela tenía que regresar a casa porque ya sus facultades para caminar eran muy deficientes, incluso, un día que papá fue a buscarla se encontró ante un cuadro dramático, resulta que a la abuela le había dado un mareo y cayó muy fuerte al piso y se rompió su cabeza. Y nuevamente llegó a casa.
En esa ocasión me daba más miedo verla con un vendaje enorme sobre su cabeza, parecía que venía de Arabia o de aquellos lugares donde usan turbante. Ahora la abuela se había traído la mayor parte de sus cosas en dos petacas, ah, y también trajo a otro habitante, jeremías.
Jeremías era un gato color negro con su cola toda esponjada y unos ojos que lo hacían ver como un diablo. Y lo más chistoso que cuando se dormía parecía que se le activaba un motor. Cierto día, en donde toda la familia había salido, me quedé solo con la abuela Josefa, tenía miedo de estar ahí, pues si apenas hablábamos y solos quién sabe qué me haría. Su recámara estaba cerca de la mía, y con una voz entre cortada me llamó. – Fermincito, ¿quieres venir un momento, por favor? Me sobresalté y mi corazón parecía tambor africano, se me quería salir, con pasos titubeantes fui muy despacito hasta donde se encontraba ella. Permanecí parado en la entrada a su habitación y le contesté, -dígame abuela Josefa, ¿qué puedo hacer por usted?, y con una voz tierna que jamás he de olvidar me dijo- ven, siéntate en la cama, quiero platicar contigo-
¡Ay, dios mío!, pensé, es mi último día, me convertirá en rana y después me echará a jeremías para que me coma y más tarde ya nadie sabrá de mí. Como pude me tranquilicé y me senté a orilla de su camastro. La luz de la habitación era de un blanco intenso y por fin pude ver de frente a la abuela, la miré detenidamente, no traía sus lentes y me pude percatar que sus ojos eran de un azul profundo, como ese mar donde tantas veces acudí con la familia cuando era más pequeño y su rostro a pesar de las arrugas aún era bello, y hasta cierto punto tierno.
Con una simple caricia me llenó de calma y con una voz angelical me empezó a contar desde que yo nací, sabía todo de mí, incluso, poseía en sus maletas unos pequeños zapatos de cuando era yo un bebé. Me quedé asombrado, sus manos arrugadas hicieron que me sintiera distinto, tenían una magia que era como una fuerza que me alentaba y me daba confianza.
Se me quedó mirando fijamente y me dijo que me acercara más, y obedecí, me dio un abrazo, permanecí quieto impregnándome de su aroma a colonia. Ahora comprendía que mi abuela no era una bruja, solo la había juzgado mal porque jamás había platicado con ella, y que sus oraciones con aquella cruz eran por el bien de los demás, y que al juntar sus manos a la hora de comer era una forma de agradecer a su Dios por tener la bendición de que teníamos el alimento suficiente para mitigar nuestra hambre.
Jamás olvidaré aquel día que llevaré siempre en mi corazón. Desde aquel día la vida cambiaría para todos, siendo la abuela Josefa, solo un vínculo para unir más a nuestra familia. Incluso mamá siempre la atendió muy bien y también ella comprendió y respetó la presencia de aquella cabecita blanca que llegó para alegrar nuestros olvidos. A mis 17 años, escribir sobre la abuela Josefa es un honor que seguiré rindiéndole un recordatorio sin igual y la última hoja será en honor de aquel ser que juzgué sin siquiera llegar a conocer, ¡la abuela Josefa!