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Con el tiempo uno deja de encontrarse en el abrazo, en la caricia y las miradas; los humanos ponemos límites al aprecio y le engrapamos cheques en blanco de compromisos. 

Comenzamos, entonces, a vivir sin nosotros, asumiendo distintos roles y funciones que poco a poco nos distancian de quienes somos; y un día, nos miramos al espejo y descubrimos que nos parecemos tanto a lo que se espera de nosotros que ya dejamos de ser. 

Entendemos que el aprecio nos identificaba porque nos hacía vernos, y al no tenerlo hemos puesto la definición de nosotros en los objetos y otros aspectos que no nos pertenecen del todo; ese compromiso que pedimos a los demás no es otra cosa que esa necesidad de sentir que nos miran y nos aceptan, que nos reconocen y nos ayudarán a identificarnos.

Luego, llega alguien y nos pregunta quiénes somos; y nos damos cuenta de que desconocemos la respuesta, que hace tiempo que dejamos de ser alguien único y nos hemos enfocado a responder a lo que se nos solicita que seamos; algunos son papás pero olvidan ser personas, otros son maestros y dejan de ser aprendices, unos más son esposas y ya no cuidad su individualidad. 

La encrucijada en la que nos colocamos nos atrapa a tal grado que no reconocemos que no existe, que no somos sólo madres o profesionistas, hijos o amigos, sino que somos ambos roles y podemos ser y asumir más de ellos. Disfrutamos esa posibilidad latente de cambiar y ajustarnos con cada aurora y ocaso. La identidad tiene múltiples aristas cuando nos reconocemos libres.

Así, vamos por la vida buscando tizas para dibujarnos, para dejar marcas en árboles y rocas, sólo para encontrar el camino de regreso porque sabemos que lo necesitaremos. Nos gusta definirnos, pero nos aterran las etiquetas; es un escarceo con la libertad sin soltarnos de la cuerda que nos sujeta a la tierra.

Imagen: Psiconet.
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Publicamos conjuros en las redes sociales y nos regodeamos con los me gusta y compartir de desconocidos. Moldeamos la efigie de lo que deseamos ser y nos autodefinimos por la cantidad de reacciones de los otros. 

En el camino recogemos y nos asilamos con personas en las que descubrimos destellos de lo que nos gusta ser; formamos alianzas y juntos coloreamos el tiempo. Vivir con intensidad parece ser la única forma en la que reconocemos los caminos, porque sabemos que pronto pasarán, porque sabemos que también avanzan y nunca serán los mismos; pero quedará en nosotros lo que podamos colectar, lo que podamos aprovechar mientras está a nuestro alcance.

Sabemos que podemos quedar atrapados en el estanque de Narciso y nos obligamos a salir al viento de las miradas; abrimos las ventanas a nuestra intimidad y gritamos a los marchantes; soltamos nuestra opinión, que lleva mucho de sentimiento y aspiración, para ver cuánto soporta entre la jauría de censores, jueces y verdugos. Luego, cuando ha terminado una batalla, la recogemos, la acicalamos y la alimentamos para que esté más fuerte en la próxima afrenta. 

Algunos critican la ligereza con la que se toma la vida, piden concreción, seguridad social, arraigo cultural y espiritual; no comprenden que nuestras almas nacieron para volar, con la capacidad de hacer nidos en arbustos y acantilados, con la destreza y el deseo de integrar antes que dividir culturas, con la mirada más allá de la moralidad de las religiones y la seguridad de la cualidad de unirnos que tiene la energía primigenia; entendemos que no tenemos raíces que inmovilizan, sino ramas que se nutren del sol, del agua y del viento, que alcanzan y abrazan, dan fruto y continúan creciendo. 

Evitamos las afiliaciones agobiantes y cultivamos amistades circunstanciales que nos hacen sentirnos, que nos permiten retirarnos, que nos impulsan a movernos. Nuestra identidad ya no es una, nos gusta vernos polisémicos y multidimensionales, somos más de preguntas que de certezas, porque sabemos que la vida es dinámica y nos requiere en movimiento. Por eso nos cuesta tanto definir una profesión a la cuál consagrar nuestras vidas; nos gusta sabernos más que una cara de una moneda, sabemos que somos fuente de pensamiento antes que objeto de cambio. 

Nuestra identidad ya no está en cuánto tenemos, ya no somos la cantidad de lo que sabemos, ni siquiera somos lo que hacemos; comprendemos que identidad es ese conocimiento de nosotros mismos, esa imagen de sabernos otros frente a los demás; dejamos de agobiarnos por definirnos y aceptamos el aprendizaje eterno, la evolución. 

Así se aprende a ser en este nuevo milenio: en movimiento.

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