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A las 10 de la mañana por fin pude ver el reloj al subirme al coche. Una hora después de mi hora de entrada y todavía me faltaba recorrer el camino para llegar a mi centro de trabajo. “Si tengo suerte, media hora”, pensé, pero el tráfico urbano que cada día estrangula más el tiempo no lo permitió.

Ni modo, la llave que se atoró anoche, la imposibilidad de arreglar la chapa porque la luz se volvió a burlar de nosotros, llegando tenue y sin posibilidad de alumbrar nada y haciéndonos creer que ahí estaba.

Iniciar el día sin luz parece fácil, pero ¿cómo ponerme el vestido que hoy quiero si no está planchado? ¿Cómo prender la estufa? Y el maldito encendedor que no aparece por ningún lado. Yo que ayer mismo pensaba que esas fábricas cerilleras y los vendedores de cajitas de cerillos están listos a extinguirse por los pilotos eléctricos de las estufas.

No, no, no. No había manera de preparar mis alimentos, ni siquiera un té en el microondas y bueno ¿qué horas serán? Debe ser temprano, así lo manifiesta el nublado día, pero puede ser tarde y no percibirse por el tiempo, este tiempo que de pronto está soleado y de pronto triste y gris como la noche.

Intenté prender el celular y maldita luz toda la noche haciéndonos creer que estaba sin estar, la pila del teléfono completamente acabada, sin manera de ver la hora.

Entonces me pregunté, por qué carambas no tengo un reloj de pared, de buró o del que sea, como lo hay en cualquier casa, y mi imaginación me obliga a mirarme volteando a cada momento a ver un reloj colgado en la pared midiendo hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo mi existencia. Y me imaginé sentada volteando a ver el reloj una vez más para saber la hora como si ello me diera más tiempo para vivir, como si ello me permitiera hacer más pronto todo y me sentí atada, amarrada a un instrumento que sólo mide el tiempo pero que es incapaz de atraparlo para nadie, y pensé en esos relojes chatarra que se compran por unos cuantos pesos en la calle y que ellos como otras chatarras son las principales víctimas del tiempo al volverse basura en un instante, en un breve lapso de tiempo.

Al encenderse la luz, enseguida conecté el microondas y en venganza me pidió la hora, pensé que eran las ocho y al marcar la hora me sentí aliviada porque eran las ocho y tenía mucho tiempo aún para tomar un té y preparar algo de comer.

Y recuerdo aquel reloj de péndulo que había en la casa de mi tío, el hermano mayor de mi madre. Un pobre reloj que lejos de atrapar el tiempo quedó atrapado a principios del siglo pasado. Un reloj que se guarda más por amor a los recuerdos que por el servicio que pueda dar, un reloj que tarde o temprano dejará de funcionar y perderá el lugar que ocupa en la sala. Tal vez alguien lo guarde por más tiempo, quizá alguien lo venda a un coleccionista y tarde o temprano llegué a un museo, pero también puede ser que alguien lo tire, simplemente lo eché a la basura y de cualquier forma se pierda en otros tiempos, no mejores, no peores simplemente otros tiempos en los que él ya no tendrá porqué medirlos.

Maldito reloj marca las 10:37 y aún me faltan unas calles para llegar. Aún me faltan unos minutos para estar en un lugar donde me espera el trabajo, en un lugar donde el tiempo transcurre ligero y veloz, donde sólo veo el reloj para saber que son más de la seis y aún no puedo terminar con el trabajo que es inacabable como el tiempo.

#MeToo ¿Y Tú?
La educación a distancia también es educación

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