La voz de mi madre.
Las fuerzas ya me han empezado a abandonar. El aire me falta, la lucidez es intermitente; no me doy cuenta de que mi carácter autoritario sigue siendo el mismo, que me falta compasión hacia el dolor de los otros.
Pero, ¿qué le voy a hacer?, si esa he sido toda la vida; sola, siempre sola, acompañada por tramos de tiempo, pero echada al mundo a muy pequeña edad; obligada a tomar decisiones, a huir de la pobreza, de la mediocridad.
Lo único que quiero es volver a casa, meterme en las cobijas mullidas, en el olor a Suavitel de mi colcha; sentir el olor del romero sobre mi cabello recién lavado, el aroma de la miel sobre mi piel y el perfume más recurrido.
El cirio, mi fiel compañero, se encuentra encendido sobre la mesa de mi comedor, lo mismo en las causas pérdidas que en los momentos agradables y, sobre todo, en los tiempos de desafío. Así es como quiero que permanezca, que sea esa luz la que me acompañe en el camino; ese camino que algún día recorreré para volver a la casa de mi padre.
¿Qué más quiero? Escuchar las voces de mis seres amados, voces en armonía, risas; quizás llantos, pero todos en armonía. Ahora ya no les veré más, pero ustedes me verán cuando se miren al espejo; al ver sus manos, verán las mías; al mirar a sus hermanas caminar, me verán a mí. De cuando en cuando, llamarán a mi casa, esperando escuchar mi voz; responderá alguien que tendrá mí mismo acento, pero quizá un poco más joven.
¿Qué quiero? Quiero paz, quiero dejar de sentir este cuerpo que me agobia, este dolor que me martiriza. Quiero correr en medio del trigo, jugar con mis hermanitos; quiero estar cerca de mi madrecita hermosa y sus trenzas que eran mi gloria.
Quiero el abrazo de mi amado esposo y quiero ver que, al paso del tiempo, todos han hecho su vida conforme a la ley de Dios.
