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Me he convencido de que el ejercicio de escribir nace siempre de un conflicto entre dos fuerzas antagónicas, demoledoras para quien se toma el tiempo de contar una historia. No es que se trate de una facilidad para escribir porque nunca es fácil hacerlo, sino que se trata más bien de la habilidad para abordar, desde alguna perspectiva, ese conflicto que bien puede definirse como el choque entre la realidad que percibe el que escribe y la no aceptación de esa realidad que se le antoja tan pasmosa y ríspida, de manera que, la fractura y escisión entre estas dos fuerzas arrolladoras acarrea como resultado su natural consecuencia: el hilvanado de la ficción. De aquello que antes no existía.

La ficción es, en ese sentido, una respuesta refleja que se traduce en la siguiente pregunta primordial para quien escribe: ¿Quién soy y cuál es mi lugar en el mundo? Así pues, conforme el escritor intenta responderse a esa pregunta una y otra vez a través de lo escrito, de lo hilvanado, de lo afrontado y creado, tiene lugar el producto de tal antagonismo: la obra en sí. Un reflejo de sí mismo.

Es entonces cuando escribir se vuelve una especie de necesidad identitaria de la que emerge su obra. Una obra mediante la cual, consciente o subconscientemente, se intenta responder a esa pregunta primordial en el escritor a partir de la cual se construyen nuevos mundos con sus nuevos y complejos escenarios. Y cada mundo que emerge del imaginativo, en contraposición a la propia realidad incontenible para su creador es, sin duda, una respuesta dentro de esa novedosa configuración de elementos que le dan vida y movimiento, no solo a los personajes y a ciertas situaciones que pueden atestiguarse en la obra, sino que dotan de sentido y vida al escritor mismo porque retroalimentan su respuesta refleja a partir de nuevos elementos en un universo de posibilidades que va integrando a su cosmovisión para, una y otra vez, intentar responder a la misma pregunta primordial: ¿Quién soy y cuál es mi lugar en el mundo?

Además, la escisión entre la realidad y su subsecuente rechazo es importante como momento crítico porque a partir de este, el escritor intentará a toda costa encontrar el punto medio en el que se sienta cómodo, no con él mismo sino apenas lo mínimamente dispuesto para responder, para reaccionar, para crear y alzar la voz a través de su pluma; al menos lo suficiente o mínimo necesario para situarse al margen entre la pasmosa realidad que amenaza con devorarlo, y el rechazo de tal realidad sin llegar a suprimirse a sí mismo, a inmolarse, a dejarse llevar por la procrastinación que se yergue ante él y ante su imposibilidad de cambiar las cosas sin darse cuenta siquiera que el resultado de tal sincretismo —la obra en sí—, es ya una herramienta que tiene el poder de transmutar la propia realidad rechazada, como si se tratara de un agente de cambio cuya semilla, al germinar con el tiempo en el campo de la lectura, del esfuerzo y la dedicación, terminará por romper el molde que la contiene, cambiándolo a su vez; convirtiéndolo en otra cosa que ya no se parece a lo que era originalmente; a lo que era en un principio cuando intentaba incesantemente responder a esa pregunta con la que el escritor ha de vivir eternamente atormentado: ¿Quién soy y cuál es mi lugar en el mundo?

Hasta que, con algo de suerte y mucha perseverancia, sea capaz de acercarse un día a un conato de respuesta sin que parezca demasiado tarde ya para tomarse un momento, un fugaz instante apenas, y mirar en derredor para ser testigo de cuánto ha cambiado él mismo junto con todo lo demás. Y tal vez, solo tal vez, así termine de comprender la respuesta a esa pregunta que lo ha acosado incesantemente desde que decidió convertirse en escritor. Desde que asumió no quedarse callado, ni mantenerse apacible ni indiferente ante aquello que le obligó a alzar su voz en primer lugar: ante el conflicto que lo condujo hasta ese punto medio en un principio y que permanece intacto como el motivo de su intransigente, irreverente y obstinado ser para continuar abriéndose paso haciendo lo que mejor sabe hacer: escribir. Escribir a toda costa y a pesar de todo. Y nunca más dejar de escribir hasta que pueda por fin responderse plenamente a la pregunta: ¿Quién soy y cuál es mi lugar en el maldito mundo?

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