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La víspera de primavera suele pasarme de noche. Lo atribuyo a que encuentro el modo, o creo encontrar quién complete el cuadro familiar durante un rato. Olvido que la primavera termina con mi oportunidad de ser protagonista porque el solsticio de invierno es mi fiesta. Me pasa igual con las relaciones pasadas y la bebida, no supe dejarlas cuando debía hacerlo.

Despierto preocupada y voy al trabajo sintiendo que no vale la pena salir de casa.

Por la tarde bebo una taza de té, religiosamente con bizcochos y lecturas. Me gusta hacerme la interesante así que abro la ventana, pongo a Beethoven y subo el volumen para que mis vecinos crean que soy un ser intelectual. Entonces pienso en todo lo que dejo ir comprendiendo que el autosabotaje me sale mejor que los cuentos.

El equinoccio pasa de largo, ignoro que existe la estación de las flores, porque nunca fui fan de ellas, ni ellas de mí. Las plantas han perecido con mi tacto invernal y no fue molesto, pero ahora lo es. No sé en qué momento se acaba el frío e inicia la primavera, porque cuando pienso en ella el verano ya está por llegar. Y ni hablar de despedirse o saludar.

Tardé la vida para entender que las mañanas más lindas, las de cielos nublados y vientos frescos no me pertenecen. A excepción de hoy y de ayer, porque descubrí que la primavera es tan mía como la mano que me escribe poemas.

He pasado días soñando que escribo, anhelando que me inspiro y que mis dedos empiezan por fin a teclear. De aquí sale un relato en el que entre líneas digo que mi amor ha sido un vaivén y confieso que desde el día uno dejé la puerta abierta, y en el jardín donde mis gatos juegan y tu tocas la guitarra las flores no logran marchitarse.

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