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El escritor J. Conrad dice lo siguiente: El autor solo escribe la mitad de un libro. De la otra mita debe ocuparse el lector. Es cierto, y para ahondar un poco más en esta idea, es necesario pensar en que el oficio de un escritor es curioso en cierta forma: escribir es un ejercicio mediante el cual, el que escribe deja entrar al lector a lo más recóndito de su mente; de su ser, incluso —aunque se trate solo de esa mitad—; es como exponerse ante el que lo lee; como estar desnudo frente a ése cuyos impúdicos ojos recorren furtivos cada letra, cada palabra de su narrativa, e independientemente de que lo escrito pueda ser considerado como una expresión artística es, sin duda alguna, digno de ser leído por el simple hecho de ser una expresión que nace del corazón, porque para escribir hay que sentir una gran pasión y un enorme respeto por las letras y dejar un pedazo del alma en lo escrito. Es un ejercicio exigente que requiere una disciplina férrea, concentración y mucha paciencia, y al mismo tiempo, es algo liberador del espíritu; algo que va más allá del simple hecho de escribir.

Sí, el escritor abre la puerta a su universo para que el lector le eche un vistazo a lo que hay ahí dentro y, al entrar en esa galaxia compuesta de ideaciones, sueños, fantasías y experiencias, se encuentra con aquello que subyace a la propia personalidad del que escribe; del que lo invita a pasar hacia algo que es él mismo. Él es la puerta, sí. Y también es la estancia en la que el lector se acomoda para pasar el rato, tal vez uno grato o amargo, tiste, divertido o estrafalario. Eso el lector no lo sabe todavía hasta que se sumerge en la lectura a la que es invitado a zambullirse: un paseo a través de ese mundo ideomático y subjetivo construido por el autor a través de su idiosincrasia, de su forma de ver lo que lo rodea, de deconstruir y volver a erigir las piezas que lo componen ladrillo a ladrillo, relato a relato, palabra a palabra.

Por otro lado, el lector como complemento de lo escrito —la otra mitad— se embarcará, entonces, en un viaje desconocido a través de los parajes que el escritor va dibujando con sus palabras y, con la completa seguridad en que la misteriosa travesía será de algún provecho para el que se aventura en lo escrito, el lector solo debe dejarse llevar de la mano por cada página; por cada escenario erigido con esas letras que han sido puestas cuidadosamente en su sitio para ser conducido, guiado por el autor. Aunque para que eso tenga lugar, es imperativo dar un primer paso como lector, un paso necesario siempre: hay que recorrer el trecho que lo separa de la obra.

Es decir, toda lectura conlleva a un salto de fe por parte del que la lee. Y hay que estar dispuesto a dar ese salto; a descubrirlo; a otorgar al escritor la confianza para elegir su obra y dejarse llevar de su pluma hasta un punto de no retorno. Hasta que la lectura y el lector se fundan, se amalgamen, se vuelvan un solo ser a nivel identirario, o sea más allá de las barreras étnicas, geográficas y sociales, hasta que haya algo que finalmente cambie en su interior sin que pueda afirmar con seguridad qué es lo que ha cambiado con la lectura, mas podrá estar seguro de que ya no es la misma persona que era cuando abrió el libro y se adentró en ese sinuoso y a veces vertiginoso sendero que ha recorrido pensando en el viaje más que en llegar al final del camino. Sin pensar aun en acabar lo comenzado. Sin darse cuenta que es ya parte de la obra leída.  

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  1. Felicidades Marcos,muy interesante trayectoria, en hora buena,mucho éxito.

  2. El arte no es como la filosofia o las matemáticas, en la lectura lo escrito y lo leído se funden en síntesis dando lugar al momento que justifica la tarea de quién escribe, o más claro, del creador del arte.