– Mientras nos retocábamos el maquillaje frente al espejo, mi prima, me comentó admirada que ese vestido que estaba usando esa noche, para la boda de su hermana, se me veía espectacular y que jamás imaginó que conservara yo esa figura tan bonita porque siempre me escondía bajo amplias túnicas y camisas enormes.
Salimos del tocador para regresar a nuestras mesas y seguir disfrutando de la fiesta. Tomé asiento, volví a poner mi bolso de mano sobre mi regazo y seguí platicando con todos esos familiares a los que hace años no había visto.
La fiesta estaba realmente animada todos estábamos felices y después de bailar un par de piezas más regresé a mi lugar. Ahí, nuevamente me comentaron mis primos que me veía muy bien y que con lo mucho que bailaba era entendible que conservara mi buen cuerpo.
Al siguiente día, mientras me estaba preparando para reunirme nuevamente con los primos y almorzar todos juntos después de la boda, volví a sentirme segura al ponerme una de mis tan famosas túnicas. Una túnica verde limón, fresca y amplia… tan amplia como una carpa de circo.
Ese era el estilo de ropa que ya llevaba años usando, siempre túnicas amplias, o grandes camisas y, en tiempos de frío algunas enormes sudaderas.
En el desayuno salió a relucir varias veces el tema de mi forma de vestir y hubo varios comentarios y sugerencias de que debería usar ropa menos holgada y presumir la buena genética de la familia.
Durante varias semanas, todas esas palabras y halagos que recibí en la fiesta de mi prima, estuvieron haciendo mucho ruido en mi interior.
Constantemente me observaba en el espejo de cuerpo entero que tengo en la puerta de mi habitación. Ajustaba la ropa con las manos a la altura de la cintura y sabía que podía lucir hermosa con aquellos vestidos que tanto me gustaban, pero que no me atrevía a usar.
¿Qué es lo que pasaba en mi interior?
Aunque mi figura ya no era la de la jovencita atlética que alguna vez fui, seguía siendo una mujer físicamente muy atractiva. Sin embargo, me sentía insegura. Y yo sabía que lo que trataba de esconder era la flacidez de mi ya maduro abdomen. Por eso usaba ropa holgada, por eso me sentaba poniendo sobre mis piernas el bolso, un cojín de la sala o lo que tuviera a la mano para cubrir mi “pancita”.
Muchas veces me propuse hacer ejercicios, usar tratamientos, llevar dietas para adelgazar, pero siempre fracasaba en el intento. Cada vez que me proponía deshacerme de esa “pancita” que tanto me incomodaba, mi “gordita interior” me convencía de renunciar al intento y hacer todo lo contrario. Me sentaba a ver la televisión mientras comía cosas poco saludables.
Una mañana, volví a observarme en el espejo, está vez totalmente despojada de la ropa… entonces decidí, desnudar también mi alma y enfrentar a mi “gordita interior”.
No permitiría que me siguiera haciendo daño, no estaba dispuesta a prestarle más atención. Me sentí fuerte para enfrentarla porque sabía que, si el problema era mi abdomen flácido y abultado, debía tomar acción y esta vez no renunciar a mis propósitos.
Entonces, mirándome fijamente a los ojos, la imagen en el espejo me dijo de manera firme y retadora: “El verdadero problema no es tu ropa, ni los años. Tampoco el abdomen ni la piel. El problema es tu propia aceptación, el respeto por ti misma, el darle poder a las opiniones externas para que determinen tu estado de ánimo o nivel de seguridad. Cuando observes y valores quién eres en realidad, entonces, y sólo entonces, seremos felices las dos”.