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El viajero es un alma condenada. Desde el inicio hay una inquietud en su cabeza, la sensación de que no pertenece ahí, o por lo menos de querer salir de casa a cada segundo. Esa sensación puede durar toda la vida sin causar mayor efecto que una leve molestia, a menos que suceda algo fundamental para que el viajero se convierta en tal: que su corazón se parta entre dos lugares. Muchos viajan, ven distintas ciudades, se la pasan bien y lo disfrutan… pero es solo hasta que llega a un lugar que, al dejarlo, le rompe el alma y una parte se queda, que empieza realmente la condena. Ese pedacito faltante le hará cuestionarse su lugar en el mundo. Y entonces empezará una búsqueda. No sabe de qué, pero sabe qué hay algo allá, en el ancho mundo, que necesita encontrar. Es una misión sin fin: mientras más lugares vea, más probable es que vaya dejando más pedacitos de su alma regados por el mundo.

Por cada respuesta que obtenga, dos nuevas preguntas surgirán en su cabeza.

El viajero es curioso. No se contenta con lo que ve en las fotos o en las guías. Quiere entender. Quiere saber lo que significa vivir ahí. Quiere saber por qué sus habitantes hacen lo que hacen. Quiere experimentar cosas nuevas, lo más ajenas a lo que sabe, conoce o entiende. Mientras más lejos, más incógnito, más difícil y más loco parezca, más se motiva a hacerlo. Siempre escogerá el camino menos transitado esperando perderse y así, descubrir algo más que nadie haya descubierto. Una calle pintoresca, una cafetería agradable, una foto única, un lugar para tomar cerveza y ver la vida pasar… sus descubrimientos probablemente nunca lograrían ser parte de una guía o generar interés en alguien más, pero eso al viajero no le importa. Lo importante es que es su descubrimiento, de su viaje, para su mapa personal.

El viajero es también un ser melancólico. Ha tenido que decir adiós tantas veces a gente con la que ha conectado de manera profunda, ciudades en las que quisiera quedarse para siempre, y hasta de la persona que era en determinado momento de su travesía… ha aprendido el valor de las despedidas, y de apreciar la singularidad de cada momento y de cada lugar. Y aunque ha aceptado que el peso de las memorias lo acompañe para siempre, sigue poniéndose en marcha una y otra vez. Tal vez por un poco de masoquismo, justamente, huyendo de esas memorias. Tal vez porque está en la búsqueda del momento y el lugar en el que ya no tenga que volver a decir adiós.

Finalmente, el viajero es un romántico. Se niega a aceptar la vida como se la han contado. Sabe que hay muchísimo más. Y aunque aún no lo pueda vislumbrar, aunque probablemente nunca lo logre vislumbrar en su totalidad, seguirá en el camino por el puro placer de maravillarse a cada paso. Al fin y al cabo, el viajero es tal para ser feliz.

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