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Los remake de películas y las precuelas o secuelas de clásicos están en boga. Entre ellas, las más apreciadas por el público son los Live Action de Disney. Películas con bastantes expectativas de la gente, sobre todo de aquellos que crecimos viendo las versiones originales en animado.

Es extraño darse cuenta lo mucho que a los seres humanos, no importa la edad o el lugar de origen, nos aferramos de un modo u otro a lo conocido, causa esta del gran éxito que tiene esta irrefrenable industria del remake que juega con la nostalgia humana. Al final, lo conocido representa el orden que tanto anhelamos. Y lo otro, lo desconocido, aquello que está más allá del abismo, puede representar la aventura que nos saque de la rutina o lo maravilloso e increíble – aunque a veces sea también  la fuente de nuestros miedos más grandes, y preferimos una especie de balance.

Pero, ¿hasta qué niveles hacemos llegar ese deseo por aferrarnos a lo conocido?

La más reciente película de Disney, Aladdín, muestra nuestros excesos. Con el primer tráiler que se lanzó, la película fue muy duramente criticada porque no parecía una  adaptación lo suficientemente “fiel” a la película original de 1992. El segundo tráiler salvó las expectativas, ¡Al fin veíamos escenas idénticas! ¡Como si estuviéramos viendo de nuevo la original! Y una vez lanzada la película fue peor. Qué la canción del príncipe Alí es un poquitín más lenta, qué no dieron la vuelta al mundo sobre la alfombra, qué le dieron demasiada importancia a Jazmín, qué Jafar no da miedo, que si el genio no tiene carisma. Algunas de las críticas eran bastante acertadas, debo aceptarlo. Ejemplo claro es la ropa de Aladdín, quien se ve demasiado pulcro y bien vestido para alguien que vive en la calle, sobre todo si nos fijamos que hasta Abú tiene un pequeño sombrero ¿de dónde lo sacó?

Pero entre todos estos comentarios, nadie parecía darse cuenta que entre las escenas de la princesa Jazmín mirando Agrabah desde la torre se escucha, de fondo, el tañer de unas campanas como marcando la hora. Ahí es donde yo encontré el mayor signo del acondicionamiento que tiene la película para combinar el maravilloso y desconocido mundo del Medio Oriente con nuestro mundo conocido, pues en los países árabes nunca escucharás una campana sonar, no al menos en una ciudad como Agrabah gobernada por la ley islámica bajo el gobierno de un Sultán.

Pero, oye, quizá esto no es occidentalizar el Medio Oriente.

Los cristianos no tienen el monopolio de las campanas. Es más, es el lejano oriente una vez más donde se encuentran los primeros vestigios del instrumento, 2500 años antes del nacimiento de Cristo. Eso sí, su amplia difusión y creación en grandes dimensiones – llegando a medir más de 6 metro de altura la más grande del mundo – fue obra del cristianismo de la Baja Edad Media, y se han convertido en un símbolo importante de la cultura, presente en refranes, frases y canciones.

Sea como fuere, si de algo hemos de estar seguros, es que Aladdín, como buen ladrón de Agrabah, campanas no habría de robar.

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