No se puede hablar de literatura si no se habla de derrota. ¿Qué significa escribir en los tiempos de la publicación masiva de libros? Quizá signifique perderse, convertirse en una estrella más en un cosmos lleno de estrellas. A estas preguntas me enfrento en el siguiente ensayo.
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Cuando a Roberto Bolaño, en una entrevista hecha por Cristián Warken para su programa televisivo La belleza de pensar, se le pregunta por qué escribir una novela de 600 páginas ―esta novela es Los detectives salvajes― en un mundo cada vez más rápido, habitado por personas que leen cada vez menos, él, Bolaño, contraataca con una interrogante aún de mayor calibre: “En realidad es una muy buena pregunta, pero la respuesta englobaría también al cuento y a la poesía: ¿por qué escribir, por qué escribir una novela larga, por qué escribir un cuento, por qué escribir más sonetos?”. Kafka, desde su siglo, ya clasificaba y condenaba este tipo de preguntas. De ellas solía decir que “han dormido bien en los infiernos; ¿por qué sacarlas a la luz del día?”. Y es que esta pregunta de Roberto Bolaño es de largo alcance, una pregunta maldita, tan honda como incómoda: rebasa al autor mismo ―quien en la entrevista, cabe decir, no sabe responderla―, va más allá del público, del entrevistador, y no limitándose a aturdir su auditorio, la pregunta detona en los oídos de todos los poetas de la esfera terrestre ¿Por qué escribir más sonetos? Es algo que los tortura, que no los deja dormir. No sólo a ellos, también a cuentistas, a novelistas, a narradores en general, a los prosistas y a los versistas no nacidos, aquellos que han de escribir en el futuro.
Preguntas de esta clase habitan dormidas en lo profundo de cada escritor, en ese núcleo casi inaccesible que los conforma. Y como ocurre con el código de una computadora, de llegar hasta él y ser tocado ―es decir, de preguntarle al escritor por qué escribe― hay el riesgo de modificarlo, de meter mano donde no, de alterar su orden natural, de echar a perder todo el sistema. No es común que un escritor se cuestione sobre su propio ejercicio de contar historias, de acomodar palabras. Se pregunta, por ejemplo, sobre el argumento de sus escritos, bajo qué estructura pueden contarse, quiénes serán los personajes y en qué enredos han de meterse, cómo van a solucionarlos, si es que van a solucionarlos. Puede preguntarse todo lo anterior, pero no se pregunta el porqué de su escritura. De hacerlo, es seguro que el escritor no sepa responder inmediatamente y quede en un prolongado mutismo reflexivo.
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Como habitante de este mundo me presto de escribir ficción algunas veces. En este mundo, tan orgulloso hoy de llamarse liberal, donde la imprenta no está regulada por el estado o la iglesia (al menos no en mi país) y donde publicar depende del talento propio, y en carencia de talento, del bolsillo propio, la Gran Pregunta “¿por qué escribir?” me persigue a donde quiera que voy. En las noches no me ha dejado dormir algunas veces, pero sobre todo me asalta cuando escribo. Es una pregunta realmente molesta y si hubiera un tratamiento quirúrgico, neurológico, parapsicológico, o lo que fuera, para eliminarla de mi memoria, lo haría, me sometería a tal tratamiento. La tecnología actual no lo permite, así que ni modo, no queda más remedio que lidiar con la Gran Cuestión, y a ella, no siendo ya suficiente, pueden sumársele otras, agrandar al antojo el desorden: ¿Vale la pena escribir?, ¿realmente necesitamos más libros?
Se puede empezar por el lado de las cifras, quizá los números ayuden en mayor o menor medida a visualizar el panorama.
Google nos da la impresión en ciertos momentos de poseer todas las respuestas. Ha venido a condensar en un espacio virtual siglos y siglos de conocimiento, sustituir tomo tras tomo de enciclopedias en todas las lenguas. Ahora es él a quien acudimos en momentos de indecisión y duda. Quién de nosotros no ha dedicado parte de sus madrugadas a teclear todo tipo de preguntas en su buscador.
Fue precisamente Google quien en el año 2010 calculó la cifra de libros totales. 129,864,880 es el titánico resultado de su cálculo (entendamos como libro una obra, una pieza literaria, sin tomar en cuenta ediciones, reimpresiones o traducciones, ya que son diversos ejemplares de una misma obra, variaciones de un mismo libro). Este año, 2018, aún no termina, así que podemos decir que han pasado siete años cumplidos desde el colosal conteo. Sumemos a la cifra de Google los 2.2 millones de libros anuales que estima la UNESCO: nos da un total de 145,264,880 libros. Es muy probable que este cálculo sea inexacto, pero el dato que nos arroja es aplastante. Lo demuestra Gabriel Zaid en Los demasiados libros cuando nos dice que “la humanidad publica un libro cada medio minuto”. Pensar que mientras termino de ver un partido de fútbol ya hay 180 libros nuevos, recién nacidos, abriendo sus páginas al mundo, me parece algo aterrador e inquietante.
Luego de leer los datos, me viene a la mente el cuento de Julio Cortázar, donde vemos ejemplificado de una forma ingeniosa y caricaturesca el fenómeno de producción masiva de libros: primero las publicaciones son tantas que se desbordan de las casas y bibliotecas que las contienen, invaden las calles, los parques, las avenidas, ciudades enteras abarrotadas de papel. Los escritores continúan su labor, como máquinas o robots, equiparando su producción a la de las fábricas; la abundancia, la desmesura, no existe en su vocabulario, nada los detiene. Llega el momento donde para tener espacio habitable es necesario precipitar los libros al mar. Son bastantes como para elevar la marea, como para formar nuevas islas y penínsulas acartonadas. Al final del cuento, como ya no hay lugar donde colocar nuevos libros, los escritores optan por continuar su labor sobre los libros ya impresos, con la letra pequeña y apretada, entre líneas.
No hemos llegado todavía a tal extremo. La humanidad ha sabido muy bien deshacerse de sus libros.
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¿Quién va a leer todos esos libros? Si nadie ha de leerlos, ¿es necesario escribirlos? Es imposible concebir que un ser humano durante su existencia termine de leer todos los libros del mundo. Es más viable pensar que cada humano lee cierto número de títulos, que otro humano lee otra tanda de títulos y que esta suma de humanos lectores, al final, cubra la totalidad y no deje ni un solo libro intacto, muerto, inútil. La producción de libros podría cesar en este momento y a la humanidad le tomaría varios años ponerse al tanto. Después de todo un libro no existe como tal sin la voluntad expresiva o de transmisión de conocimientos de quien lo escribe, y no tiene razón de existir si no hay lector que reciba el mensaje.
Ciento cuarenta y cinco millones doscientos sesenta y cuatro mil ochocientos ochenta nos dice algo, que ya hay muchos, que no es necesario otro. De la lista podemos eliminar el escribir un libro, limitarnos a plantar un árbol ―esos sí que escasean― y tener un hijo ―y, señalan algunos, ni siquiera esto último, con la sobrepoblación y el calentamiento global…
Hay una herramienta usada para erradicar el exceso de libros ―y no me refiero a la hoguera o al reciclaje―, es tan antigua como el hombre mismo y ha acompañado a todas las literaturas de todos los siglos. Hablo del olvido. Gracias al olvido la humanidad ha sabido deshacerse de las obras que considera repetitivas, sin gracia, obras que considera por una razón u otra prescindibles. Por ello no hemos llegado al extremo cortazariano y vemos en librerías de viejo la sección empolvada de un libro por $10 pesos, títulos de los que nadie ha escuchado en su vida. ¿Se habrán imaginado sus autores el destino que les esperaba; qué diferencia hay entre ellos y las zapaterías donde se exhiben en una caja descuidada y aislada los sobrantes, que son siempre los ejemplares más feos? Si yo fuera dueño de una librería a esta zona de cementerio le dedicaría lo siguiente, a manera de epitafio: “Hay libros inmerecidamente olvidados, pero ninguno es inmerecidamente recordado”.
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¿Por qué escribir? El intento de resolver esta pregunta se ha convertido en todo lo contrario: una explicación de por qué no escribir, o al menos, por qué no publicar. Lo cierto es que razones para escribir hay tantas como escritores en el mundo. Cada escritor tiene su porqué, pues de no tenerlo, de faltarle una justificación, tendría que renunciar a su escritura, su actividad le sobrevendría vacía, sin sentido.
Cueste admitirlo o no, hay quien escribe para volverse famoso, vender muchos libros y cuando no hacerse rico sí vivir u obtener ganancias de sus creaciones. Todo esto forma parte de su sueño literario. Y no hay nada de malo en ello pero las estadísticas nos resultan desfavorables, indican lo complicado que sería introducirse dada la vasta competencia del mundo editorial y del mercado. Anhelar la gloria volvería a su sueño literario una pesadilla. Juan Carlos Onetti, considerado el primer existencialista de la literatura latinoamericana, tenía la convicción de que él escribía para sí mismo. Dudo de esta afirmación: el lenguaje es aprendido, hubo un Otro encargado en enseñárnoslo. Aún si un náufrago en la soledad de su isla se pusiera a escribir, tendría siempre en mente la posibilidad de que alguien algún día, ese Otro que comparte su lenguaje, leyese sus páginas.
En qué medida nos afecte la opinión de un hipotético público, creo que ahí radica la cuestión. Aquí es donde aparece el segundo tipo de escritor, al que la gloria le es un mero accesorio de su labor. Son escritores resignados, en plena conciencia de sus desventajas, escribiendo en silencio y, podría decirse que casi, para ellos mismos. “El escritor es un atleta de la derrota”, nos dice en Simone Eduardo Lalo. Resalto que no menciona la palabra artista, sino atleta, como si escribir fuera más entrenamiento, técnica y resistencia que talento. El mercado editorial es una competencia, pero ya lo dijo Borges “la meta es el olvido”.