De color gris oscuro, pelambre que asemeja la suave cadencia de una capa que cubre todo el contorno de su cuerpo; así es El señor Patterson. Felino que vislumbra pulcritud y elegancia en cada uno de sus movimientos.
Espigado y fuerte, con su mirada penetrante, observa y se rehúsa a buscar otro lugar para lamerse su esponjada cola, así como cada una de sus extremidades, su lengua se vuelve liberal, rojiza como el propio color de la mañana, prodiga en su ser la serenidad de su estadía.
Ronronea, de una forma pasiva, apenas susceptible al oído humano, pasa desapercibido.
Y de un salto llega a su lugar. Como cada tarde, cuando la cátedra está a punto de iniciar, al compás de los versos de Baudelaire y de las anécdotas en los cuentos de Poe, él permanece en la silla de plástico que se encuentra en el aula.
Con movimientos finos cada evolución es un arte, se contonea sin recato alguno, se sabe observado y da rienda a su perspicaz sutileza en cuanto a movimientos gráciles se refiere.
Mirarlo es vivir la métrica de la poesía, de sentir la prosa en los textos de Balzac, de viajar con Verne a sus viajes insólitos y pernoctar en las buhardillas de aquella Francia y sus poetas malditos.
El señor Patterson es culto, sombrío y con un aire de elegancia, como aquellos enamorados que deambulaban de tertulia en tertulia convidando el vino y la farra.
Sus ojos son simétricos, de cierta figura romboide y cristalino.
Sus orejas captan todo, hasta el más mínimo sonido, haciendo caso omiso de ello.
Sus enormes bigotes son espirales que apuntan a lo alto, tensos y liberales, libres como el viento que se respira después de un chubasco.
¡De pronto! El señor Patterson se vuelca y se acurruca, no se le ve forma y se queda ahí, ronroneando, mientras el tiempo prosigue al compás de un tic tac hasta llegar a su fin…
Así es ¡el señor Patterson!
Edgar Landa Hernández…