Tener un ave de corral en la ciudad y sobre todo si es en una casa de interés social no es nada fácil. He de decirles que las frecuentes quejas de los vecinos son un rosario de improperios antes de dormir. Vivir en una pajarera, porque eso son ahora las viviendas del infonavit. Es toda una odisea, ponerse de acuerdo con los habitantes que ahí viven para sincronizar las idas al baño, los recorridos hacia la cocina para no entorpecer el camino del otro. Escuchar sonidos extraños de los dé a lado a media madrugada como si fueran lamentos mortuorios con respiraciones agitadas son puntos que quitan el sueño. No te queda otra que agarrar tu crucifijo y encomendarte al santo de tu devoción, percatándote al otro día que la vecina de junto lleva una sonrisa que semeja una rebanada de sandía. Vivir de esa forma es estar consciente de que si entra el sol debes de salir tú, porque ambos no caben. ¿En qué cabeza cabe regalarle a un maestro rural una guajolota, o totola, como ustedes le quieran llamar, en señal de agradecimiento porque el crío terminó su ciclo primario a la edad de 15 años? Y más allá de ello, tenerla como mascota en una casa como en la que vivo. Por educación acepté al animal emplumado sin pensar en las consecuencias o en los problemas que a futuro me pudiera ocasionar. Enumeraré las razones por las que yo no podía quedarme con el animal en mención. 1.- Un ave de corral de tales dimensiones, alrededor de unos 8 kilogramos, y unos 60 centímetros de altura, requiere espacio para su pleno desarrollo. 2.- Cada vez que la veía yo, me la imaginaba en una cacerola a punto del hervor para posteriormente sumergirla en mole poblano. 3.-No quería encariñarme con el obsequio, ya que o una de dos, la hacía mi mascota, o servía de mi comida. 4.- Lo mejor, que yo vivía solo, pero el constante ruido que hacía cuando tenía hambre creaba un caos con los vecinos de a lado, aunado al aroma a pluma remojada que emanaba de la plumífera. Por lo pronto decidí hacerle un espacio en mi recámara, sí, sé que hice mal, y más después de una noche en donde la canalla hizo sus necesidades en mis zapatos que habría de llevarme al otro día a la escuela, estaban verdes, no sé si le daban de comer espinacas o algo por el estilo. Pero, les diré, esa mañana tuve muchas náuseas, tanto así que no probé bocado y me fui con la panza vacía a mi trabajo. Para que no volviera a hacer de las suyas, ahora la dejé amarrada a una planta de ornato que tenía justo en la entrada, para qué hice eso, ¡santo dios de las patas mochas! Al regresar, solo encontré los puros tronquitos, esa planta me la había regalado mi madre, ahora qué le iba yo a decir, si la condenada totola se tragó todas las hojas. Esa tarde estaba que me llevaba el demonio. Pero no le echaba la culpa al pobre animal, sino al otro animal que la amarró ahí. ¡YO! Tiempo después le tomé cariño, la sacaba al jardín de la unidad, total qué culpa tenía el ave de llegar con un tipo como yo. Le compraba su maicito quebrado para que su estómago no batallara mucho con la digestión, y le fabriqué una guarida justo junto a donde estaba la lavadora. Un día, el cual había yo sacado a desestresar a mi nueva mascota, una chica se me acercó y me preguntó que, si no la vendía, jamás tuve en mente sacarle un provecho monetario al animal obsequiado, mi sonrisa fue maquiavélica, y le pregunté que cuánto me daría por ella. Total, así me deshacía de la totola y me quedaba con una suma de dinero, que en nada me vendría mal. Me hizo una propuesta muy por debajo de un precio real, y frustrado le dije que no, que mejor me quedaría con ella, y además me la comería. Y sí, esa era mi intención, comérmela. Una mañana, dejé la puerta abierta de la casa y para colmo, la totola se salió. Inmediatamente, me di a la tarea de buscarla, y reconocí que le había tomado cariño. Busqué por todas partes hasta que el vecino que más mal me caía, la tenía en su azotea, ya que le estaba echando segundo piso a su casa. Le expliqué que me diera permiso de bajarla, a lo que él, muy renuente, me dijo que no. Me tragué mi enojo y esperé a que se fuera. Para mi suerte, el animal sabía volar, así que en un descuido la guajolota salió disparada por los aires, parecía un águila emprendiendo el vuelo, se veía majestuosa, pero para su mala fortuna, se cansó y a medio vuelo se fue a ensartar en unas varillas. Al ver su sufrimiento, corrí hasta mi casa y saqué mi moruna, y fui hasta donde estaba herida mi mascota, para que no sufriera, de un tajo, le corté la cabeza y la saqué de ahí. Hoy cuento esto con mucha tristeza, el mole está pa chuparse los dedos, y sí, hoy me estoy comiendo a mi mascota, sabrosa, pero me la como con mucha culpa. Edgar Landa Hernández.