Al Mazo nunca le gustó trabajar conmigo y era casi imposible de predecir lo que haría, mucho más porque durante los trabajos muy apenas me dirigía la palabra.
El apodo no era de gratis, si te iba a visitar para cumplir un contrato o por ocasionar problemas, él lo arreglaba. Y si por alguna razón se te ocurría poner resistencia, el resultado podría ser que te partiera los huesos y terminaras caminando muy lentamente durante algunos meses, si te iba bien.
Recuerdo la vez que fuimos a arreglar un problema, las instrucciones eran claras, ir por el dinero y salir, todo hecho de una manera pacífica. Un trabajo más sin complicaciones, nada fuera de lo normal, esa noche me tocó hablar con el pandillero encargado de la entrada para llevar las cosas en paz, mientras el Mazo aprovechaba y entraba al lugar.
Parecía que todo transcurría con calma, hasta que a lo lejos vi como tres tipos lo rodeaban, sin embargo no parecían representar algún tipo de peligro y no le di mucha importancia, sólo fue cuestión de segundos para que las cosas empeoraran.
Al voltear a ver por segunda ocasión hacia donde se encontraba el Mazo, los tres tipos estaban hechos polvo, uno tirado en el suelo con la quijada colgando, otro sentado en un sillón viejo tratando de no mover su brazo que estaba roto en más de tres partes y el último seguía recibiendo golpes en la cara arriba de una mesa.
Al presenciar esa escena el tipo de la puerta me dijo que él no había hecho nada, que si lo dejaba ir ese sería su primer y último día, así que decidí hacerlo.
Cuando le pregunté al Mazo por qué había hecho eso sí sólo veníamos por el dinero, me dijo que estaba teniendo un mal día.
¿Quizá te preguntes por qué estoy pensando en esto ahora? La respuesta es sencilla, el Mazo acaba de atravesar la puerta, estoy tirado en el piso escupiendo un poco de sangre, pero no es para tanto, todavía…