Ayer, mientras estaba parada en la banqueta, pasaste delante mío, con la camisa blanca casi almidonada, una corbata roja y tus lentes para ver mejor.
Me decía para mis adentros: “Qué apuesto es”. Pero más que apuesto, es elegante. Y es que la elegancia está hecha de pequeños detalles: el saludo al portero, la sonrisa a los peatones, la empatía con los necesitados.
Tú actitud era estoica, con la mirada al frente, tratando de calcular en tú cabeza el ancho de la camioneta y la maniobra precisa para colocarte si había que partir enseguida.
Unas horas antes, trate de alcanzar tus pasos de gigante que caminaban a toda prisa por los pasillos de ese recinto universitario. Tu prisa no quiso ceder ante mis tacones y mi peinado de salón, no querías llegar tarde a la ceremonia de entrega de Diplomas.
Te quedaste a tres décimas de ser el mejor promedio, pero para mí eso no importo. El hecho es que es una celebración tan grande, como si el hombre hubiera llegado a la Luna por segunda vez.
Atrás quedó la sentencia de que en ningún lugar serias bienvenido. Tu lenguaje especial, de izquierda a derecha, nadie lo entendía; sólo el maestro de música que, con cierta benevolencia opinó: “Ya crecerá y podrán volver intentarlo”.
Ayer, mientras sostenías con orgullo un diploma con letras azul y oro, mi alma saltó, gritó, dio vueltas chiquitas, grandotas, regulares, absurdas, pero felices; una herramienta más en tú mochila de la vida.
Te veo convertido en un hombre que usa camisa de cuello blanco, pero que aún va vestido de aquel gesto infantil que una tarde después del colegio, mientras estaba en mi hora de comida, discretamente acercó el plato de sopa hacia mí, pues sabias que sólo alcanzaba para una sola.
Que dicha tan grande saber que el niño que me miraba con ternura, aún habita dentro tuyo.