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Se dice que los niños desean más que nada convertirse en adultos. Emular a los mayores. Ser tratados como ellos. Gozar de los beneficios de la madurez como conducir un auto, firmar una chequera, hablar por celular, usar bolsa de mano o corbata, dejarse el bigote o esa barba de lija y bañarse cuando les dé la gana. Sin embargo cuando se es adulto, el fantasma de la niñez vuelve desde el propio cementerio de Canterville para atormentarnos con el arrastre de sus pesados grilletes y oxidadas argollas porque existe un desenamoramiento, ya sea temprano o tardío, al llegar a la edad adulta. Cuando las responsabilidades nos agobian. Cuando las facturas nos empantanan en su siniestra ciénaga de insolvencia. Entonces hasta las cosas más sencillas parecen haber perdido ese brillo diáfano que poseían cuando éramos niños. Cuando nuestro mayor menester se limitaba a creer lo imposible. A soñar con mundos que se erigían con bloques de cantera de una imaginación aparentemente interminable.

Es decir, conducíamos coches de juguete como si estuviésemos en una carrera a muerte. Horneábamos pastelillos en un horno mágico. Levantábamos fortines entre las almohadas de nuestra cama. Hacíamos volar por los aires todo tipo de objetos inanimados como si hubieran sido poseídos por los polvos de la mismísima hada Campanita. Jugábamos a las escondidillas sin sospechar siquiera que un día habríamos de buscar incesantemente al ser amado al que solemos llamar «alma gemela». Y ahora conducir ha dejado de limitarse a un juego, tornándose un verdadero infierno en medio del tráfico de la ciudad o a través de las carreteras donde los peajes son una especie de asalto a mano armada que envilece nuestra famélica cartera. Horneamos en hornos que queman algo más que la comida.

La imaginación no es más que un reducto de indiferencia inversamente proporcional a los años cumplidos. Hasta las fiestas decembrinas han perdido la magia de la sorpresa y el encanto de la festividad para convertirse en otro compromiso en la agenda antes de que acabe el año y volvamos a resetearnos a comienzos del nuevo pidiendo a gritos que ese año sea mejor porque llegamos fin de año arrastrando la cobija; pensando muy a nuestro pesar que no se trata de un año más, sino de uno menos en la línea de nuestro perenne tiempo de vida. Vemos con nostalgia desbordada a nuestros hijos crecer atestiguando que el ciclo se repetirá una y otra vez hasta el final del mundo. Porque así debe ser la vida: nunca es justa para el que clama justicia cuando se comprende lo que es un auténtico clamor.

Sí, el Día de la niñez, para muchos, no es más que un monumento erigido a esa fantasmagórica etapa que nos acecha desde el pasado. Cuando los días eran llevaderos y no comprendíamos el significado de las cosas a las que los adultos estaban esclavizados. Enraizados. Con migraña la mayor parte del tiempo y un cigarrillo humeante colgando de sus dedos para mitigar la ansiedad. Con esas líneas de expresión cada vez más marcadas sobre el cansino rostro. Pero lo cierto es que no debería ser así. La niñez no tiene por qué ser como el fantasma de Canterville acechando con sus triquiñuelas y machacándonos una noche oscura, sino un bello recuerdo de tiempos, no mejores, sino rebosantes de una inocencia que, en definitiva, hemos perdido con la edad pero que hoy día nos induce a sumergirnos en tales recuerdos para obtener un aprendizaje que quizá pasamos por alto al crecer y convertirnos en esos extraños seres denominados adultos.

Y el aprendizaje sería que el tiempo no se detiene. Que es mejor vivir cada día a plenitud y con gozo creciente, en lugar de tener cuidado con lo que deseamos. Como cuando éramos niños y anhelábamos convertirnos en adultos y ser tratados como mayores. Así que seamos en realidad responsables de desear los beneficios de la madurez. Por ejemplo recordar, en medio de un embotellamiento, cuando soñábamos con conducir un auto de verdad y no uno de juguete. Tal vez a través de la memoria podamos mitigar el estrés y la ansiedad con un cambio de perspectiva a nuestro favor. O después de un día de trabajo agobiante quizá podamos evocar cuando jugábamos a ser profesionistas y estábamos rebosantes de optimismo creyendo que todo estaría bien si hacíamos lo que realmente queríamos hacer en la vida.

Ese es el aprendizaje que deberíamos rescatar de la niñez. No para verla por medio de un velo de melancolía y opacidad, sino a través de renovados ojos. De aquella mirada inocente que hoy hemos olvidado y que pertenece al niño que aún llevamos dentro. Oculto a la sombra de nuestro fuero interno porque hemos sido incapaces de hacer las paces con él para que nos acompañe en nuestro día a día. Para que vuelva a enseñarnos el sentido incomprendido de una vida que se nos escapa conforme buscamos incesantemente su significado. Así que este Día de la niñez date un abrazo a ti mismo y rememora gustoso, lleno de alegría, los días de gloría de una infancia no perdida, sino aprendida a través de todos estos años de adultez incansable… infatigable como nosotros mismos.

UN SER DE OTRO MUNDO!
Llegando a la tierra desde el cielo, y sin mi autorización

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