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El eufemismo tiene, por un lado, la función socialmente aceptada de reducir el impacto emocional que puede causar una verdad dicha como corresponde según la intención. Por otro, al utilizarlo como una herramienta perversa del lenguaje, nos exime de traer a la consciencia nuestra parte de responsabilidad en aquello que nombramos con una suerte de susurro semántico, y así evitamos decir las cosas como son o, por lo menos, como las concebimos.
Llamarle “persona con alguna discapacidad” o “con capacidades diferentes” a un sordo, o a quien tiene que desplazarse en una silla de ruedas, o a un ciego, entre otros, nos permite alejarnos del compromiso de llamarle por lo que, de facto, en una sociedad como la nuestra es, dada la carencia de un diseño de accesibilidad universal: un discapacitado.
El término ‘discapacitado’ se antoja peyorativo; se escucha como si todas las capacidades estuvieran minadas. Sin embargo, el prefijo «dis» desvela una alteración en las capacidades y de ninguna manera la negación de éstas.

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Es común el uso de palabras o conceptos políticamente correctos para referirnos a los asuntos sociales que nos aquejan, aunque, desafortunadamente, sólo consiguen atenuar la realidad. Así, estamos acostumbrados a llamar adultos mayores en situación de abandono a los viejos abandonados por sus familiares; migración involuntaria al desarraigo forzado; interrupción del embarazo al aborto, y niños en situación de riesgo a los menores desatendidos o carentes de una familia.
Adela Cortina, filósofa española, hubo de esperar más de una veintena de años para que, en 2017, su neologismo Aporofobia se viera publicado en el Diccionario de la Lengua Española. Gracias a esto, ahora tenemos la posibilidad de ser conscientes de una realidad llamada hasta entonces de cualquier manera posible, menos la correcta: miedo a la pobreza. Aun cuando este neologismo no erradica la pobreza ni el miedo que nos produce, el conocimiento de esta verdad desvelada gracias a la palabra precisa puede darnos pie a la reflexión sobre lo que podemos hacer, y no hacemos, para hacernos responsables de nuestras palabras.
Creo prudente ahondar en el lenguaje y, a diferencia de los pobladores del mítico Macondo de García Márquez, dejar de señalar las cosas con el dedo y darles, por fin, el nombre que les corresponde.

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Identidad-es

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