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      Mientras subo la silla de ruedas a la cajuela del auto y me aseguro que esté cómodo en el asiento trasero, comienzo a pensar en cómo debe sentirse tener que depender de todos a tu alrededor para las poder hacer las cosas más básicas que antes hacías solo.

      El AVC (Accidente Cerebro Vascular) que tuvo mi papá en septiembre del año pasado ha sido de esas cosas para lo que la vida, ni los años en la escuela ni la experiencia, ni lo que otros te platican, ni lo que ves en alguien que lo padezca te preparan.

      A veces, mientras lo llevo a su terapia de rehabilitación o lo cambio de ropa, viene a mi mente el recuerdo de cierta época en mi niñez en la que salía tras él por las mañanas para acompañarlo en su paseo obligado, alrededor de la “Presa de Osorio”, ahora “Parque de la Solidaridad”; me tomaba de la mano y contestaba pacientemente a todas mis preguntas infantiles. Si me cansaba, regresaba en sus brazos y recargada en su hombro… de él aprendí a conocer sobre árboles y plantas, del mundo en general, él que siendo un orador apasionado en antaño ahora perdió el habla y solo nos mira críticamente, y a veces resignado.

      Es inevitable llorar cuando me descubro constantemente transitando esos paisajes y en terapia he concluido que fue la figura con más peso en mi niñez, su mirada recia en ya pocas ocasiones, cuando no entendemos lo que quiere decirnos me sigue imponiendo.

      Hace unos días al despedirme le dije “te quiero mucho” y el aguanto el llanto haciendo un esfuerzo. Le pregunte ¿tú también me quieres? y asintió con la cabeza, 74 años tiene y estoy segura que contadas veces había dicho o le habían dicho esa frase en su vida. Aún es tiempo de decirlo… llora, papá, llora.

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