A nuestra corta edad, en ese entonces, aproximadamente ocho años, no teníamos la certeza de saber cómo era un cadáver, o mejor dicho ¿cómo se vería un cadáver dentro del ataúd? Únicamente lo sabíamos través de las películas clásicas del cine mexicano que veían nuestros padres en casa. Los hombres, ataviados de un traje negro, pálidos cual vela y que simplemente estaban petrificados, sin movimiento. Las mujeres, con vestidos de gala y maquilladas para que pareciera que sólo estaban durmiendo.
La noticia que un vecino falleció llegó a nuestro hogar por parte de una conocida de mi madre. No recuerdo cuál fue la causa por la cual mi padre, no nos pudo acompañar. Únicamente recuerdo que mi madre con su voz dulce nos dijo, -iremos a acompañar a la familia de don Franco Ferrer, porque su hermano murió. Nos quedamos viendo unos a otros, mis tres hermanos solo pelaban sus ojos y me veían asombrados. Fruncí las cejas en señal de desacuerdo. No tenía ganas de experimentar ese capítulo de mi vida, pero también estaba latente la curiosidad de saber y reafirmar la condición de estar presente frente a un féretro con su inquilino dentro.
Una ocasión tuvimos a un muerto en casa.
Fue la tía llamada Piedad, bueno, era tía de mi padre, pero todos en casa así le llamábamos de cariño. Sus últimos días los pasó a lado de nuestra familia y le llegamos a tomar una gran adoración. Sobre todo, mi hermano Adán, el menor, que justo el día de la muerte de la tía Piedad, se levantó de su cama y fue directamente con mi madre a decirle que había estado con él. Siendo que la mujer ya tenía un buen rato descansando en su ataúd. De ahí en fuera no recuerdo haber estado cerca de un féretro.
El domicilio en dónde se efectuaría el velorio del señor Ferrer era justo metros adelante de nuestra casa. En ese entonces la calle estaba en pésimas condiciones, llena de piedras y montículos de tierra que hacía muy accidentado el camino. Aquel día nos acompañó una vecina llamada Celia.
Y sin más preámbulo nos dirigimos hacia aquella morada en donde los restos del señor serían velados por familiares y amigos.
El clima no era impedimento para efectuar nuestra misión, bueno, más bien la de mi madre y la señora que nos acompañaba. Nosotros solo éramos testigos.
Mis hermanos y yo procedimos a caminar detrás de Mamá. Por nuestras mentes pasaban infinidad de suposiciones en cuanto a la silueta del cadáver, algunas veces llegamos a bromear lo que haríamos si se llegara a despertar, o si ya estaría cubierto de gusanos y despidiendo un olor nauseabundo, y al igual que en las películas, ¡el muerto se levantaría y nos daría una corretiza sin igual! El caso es que yo iba callado, no así mis hermanos que hablaban despacio para que no los regañaran. Como la mayor parte del tiempo, doña Celia nos daba las instrucciones de lo que teníamos que hacer durante el ritual católico.
Ella era una señora que sabía rezarle a los difuntos.
Recién llegamos a la casa, mucha gente departía en las afueras de un pasillo. Era una casa de un solo piso, únicamente la dividía una barda inconclusa que permitía el acceso de la puerta principal a la calle. Estaba hecha de piedra cubierta con pintura de color blanco.
Una señora ya entrada en años ofrecía gustosamente café y té, así como una diversidad de panes ¡que olían delicioso!
Adentro de aquel lugar, una señora hincada y con un rosario en la mano repetía varias veces una letanía, todos los asistentes la imitaban con las mismas palabras. Yo no tenía idea para que hacían tantas repeticiones de palabras, ¿sería acaso que Dios se enojaba si no lo hacían así de esa forma? No lo supe, ni quise averiguarlo. Poco a poco la gente salía, otros entraban, unos con enormes arreglos florales, otros con apenas un rollito de la flor llamada nube. Creo que era razonable llevar poca flor, para qué llevarle tanto si ya ni las podía oler.
Cuando acabó de rezar la señora, invitó a los asistentes a hacer una fila india para despedirnos del cadáver. Y ¡ay mamacita linda! Me quedé viendo a mis hermanos y les hice señas con la ceja, era el momento de ver el cadáver en vivo y a todo color.
Todos sentimos miedo, ya no queríamos observar el rostro de aquella persona. No deseábamos que mi madre nos dijera que era nuestro turno.
Fue un momento de sentimientos encontrados, por una parte, si queríamos verlo, para tener la osadía de decirles a nuestros amigos, ¡Vimos un cadáver! pero, por otra parte, las piernas nos temblaban como gelatina, si, lo confieso ¡teníamos mucho miedo!
Nos formamos, la mayoría tomaba una flor o algunos pétalos y los esparcían sobre aquella figura robusta que permanecía acostada. La esposa lloraba, gritaba de una forma desgarradora que se sentía feo. Otros, los de atrás, proclamaban al creador evocando la misericordia por aquel ser que había perdido la vida.
Con anterioridad un familiar del señor Ferrer habría una pequeña ventana del féretro para que la gente pudiera observar al muerto.
Mi madre iba delante de nosotros, y claramente nos percatamos que su semblante palideció cuando pasó frente al cadáver, incluso, se detuvo un momento, respiró profundo y se persignó. Y continuó caminando hacia la salida dejándonos solos.
Y llegó nuestro turno, lentamente caminamos hasta quedar frente al ataúd. Miré a todos lados y todos tenían la mirada puesta en nosotros, tomé aire y traté de asomarme lo más que pude, y ahí estaba, el cuerpo regordete del señor Ferrer. Era muy gordo, el traje que le habían puesto apenas si le cubría la enorme barriga. Se veía morado tirándole a negro, sus fosas nasales, así como sus oídos fueron cubiertos por bolas de algodón. Sus labios ya no tenían color, su boca también tenía una gran pelota blanca dentro y su piel se veía reseca. Una de sus manos estaba morada, así como las uñas de sus dedos, se veían feas. Por espacio de unos minutos proseguíos observando, hasta que una mano en el hombro de mi hermano nos asustó. Era mi madre que nos invitaba a salir de ese lugar. Era hora de irnos de ahí. Y sin más salimos juntos. De regreso a casa, la señora Celia y mi madre platicaban los pormenores acerca del velorio. El señor Ferrer había muerto por causa de cirrosis hepática, producto de la ingesta de alcohol en forma excesiva.
Esa noche ni mi madre y mis hermanos pudimos dormir por la impresión de haber visto al muerto. La luz de la sala de nuestra casa toda la noche se mantuvo prendida. Aquella noche por primera vez vimos un cadáver “en vivo”.