Se dice que hay tres cosas que estás obligado a hacer durante tu vida: plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Sin embargo, después de recapacitar un poco, caigo en la cuenta de que hay otra cosa que podría sumarse a la exigua lista: trabajar de mesero o, como quien dice coloquialmente: meserear.
Yo lo he llevado a cabo durante mis años de carrera universitaria y lo que puedo decir sobre este oficio es que es uno de los trabajos más enriquecedores que he tenido la fortuna de realizar.
No solo por el hecho de ponerte al servicio de una persona, lo que considero que es un valor supremo —un arte— sino porque es uno de los trabajos en los que, sin lugar a dudas, uno aprende a observar a la gente; a detectar sus gustos; a diferenciar sus exigencias, sus estados anímicos, sus modales y hasta su velada filosofía de vida.
Es una cuestión de observación constante; de medición los tiempos; de aprender los gustos que tienen los comensales para sorprenderlos. Además de que fortalece la paciencia y, si no se tiene todavía, fomenta su desarrollo, al menos.
Es, en ese sentido, un trabajo que enriquece a quien tiene la labor de atender a los comensales pues le enseña a profundizar en la dimensión humana y, con el tiempo, uno se va haciendo con ese ojo clínico que caracteriza a los meseros con el paso del tiempo y la experiencia ganada.
Experiencia que puede ser usada en cualquier otra profesión, una vez que se ha fortalecido.
A pesar de eso, creo que México es uno de esos países en los que esta profesión está, por demás, sumamente demeritada.
Se mantiene rígidamente supeditada a la creencia de que un mesero ocupa un sitio muy inferior en la pirámide social a la que estamos sujetos de manera irremediable.
Los bajos sueldos de los que apenas goza un camarero no ayudan a sacarlo del perverso estigma.
Es sabido que ganan una escasez porque desafortunadamente es el comensal quien debe pagar la mitad de ese salario por medio de sus propinas, como si fuera el complemento de su tarifa diaria.
Algo verdaderamente lamentable para el gremio, y ominosamente deplorable y deleznable para el empleador incapaz de apreciar este duro oficio.
Por supuesto, esto no debería ser así. El mesero o camarero preserva el gusto de servirnos a la mesa a pesar de todo.
De atendernos a la hora de entregarnos a uno de los placeres más prolijos de la vida: el de comer. El degustar los alimentos que nos llevamos a la boca cada día.
O bien, el de disfrutar de alguna bebida mientras convivimos con la compañía que deseamos. Y es por eso que debemos reconsiderar nuestra manera de ver al mesero; de degradarlo.
En vez de eso tratémosle con respeto a la vez que honramos su trabajo para que así podamos cerrar el dichoso ciclo del agasajo que implica entregarse a los placeres de nuestra rica gastronomía y vida nocturna. Rica en ambos sentidos de la palabra: en que es vasta, por un lado; y en que es sumamente deliciosa y exquisita, por el otro.
Así que la próxima vez que te encuentres con un mesero, disfruta también de su vocación por servir a los demás y recuerda que así es como se gana la vida: con el arte de llevar a tu mesa el alimento; la bebida; esa dicha a la que estás por entregarte sentado a la mesa de algún establecimiento, de esos que abundan en nuestro país.
De esos de los que no podemos prescindir, ya que minaríamos nuestra propia calidad de vida porque, ¿a quién no le gusta ir a los taquitos de la esquina a saciar nuestro apetito? Al café por las tardes. A los mariscos el fin de semana. Se trata pues de un elemento laboral fundamental para nuestro modo de pasar el tiempo, ya sea solos o en compañía. En pocas palabras, para nuestra forma de vivir nuestro día a día, ¿no lo creen?
Hola! me preguntaba si me ayudarías a escribir sobre mi estudio, estoy en proceso de crecimiento y busco generar exposición, creo que va relacionado a tu estilo de artículos 🙂
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