Hace mucho tiempo, cuando Eleazar era pequeño, a veces su madre lo llevaba a visitar a su abuela y solía dejarlo pasar allá los fines de semana. La buena señora vivía en un rancho a dos horas manejando de la ciudad donde su madre y Eleazar tenían su hogar.
A Eleazar le gustaba ir a visitar a la abuela, era tan buena con él, le permitía comer hasta hartarse ¡y guisaba tan rico! Y horneaba los panecillos de almendra y nuez que eran la delicia de propios y extraños. El niño amaba andar en bicicleta, en compañía del sultán, el perro de la abuela, por todo el patio y hasta los linderos del bosque, después nadar en el cercano lago para enseguida volver hambriento por el ejercicio a la mesa de su abuela, y venía el chorizo con tocino, el caldo de pollo que sólo a la abuela le salía ¡tan rico!
Y por las tardes, la merienda: uno o dos grandes tarros de chocolate anisado, con la repostería de la abuela ¡una delicia!
A veces su abuela sacaba una poltrona al porche y en un bastidor se ponía a bordar, mientras que dentro, en el viejo tocadiscos, sonaban los valses de Strauss o mexicanos, el perro dormía cómodamente a los pies de la señora y Eleazar le hacía compañía, haciendo que la abuela le contara cuentos o anécdotas de cómo era el mundo antes, de cuáles eran los juegos cuando su madre estaba chica, en fin… fue en uno de estos coloquios cuando el niño, reparando en un hermoso anillo de platino que lucía un diamante solitario engarzado con maestría y que la viejecita nunca se quitaba, le preguntó:
– Abuela, quien te regaló ese anillo tan bonito- y cogió curioso la apergaminada mano con el fin de examinar mejor la joya.
La abuela al escucharlo, entrecerró los ojos un momento y luego suspirando, le contestó:
– Así como tú tienes mi mano entre las tuyas, así la tomó tu abuelo Lisandro para ponérmelo cuando me pidió que nos casáramos.
– ¡Ah! ¡Fue cuando se casaron!
– Sí, hijo, fue entonces… ¡pobrecito Lisandro! No me duró más que una semana… lo mataron de dos balazos justo cuando volvimos de la luna de miel… nunca supe quién fue, ni por qué lo mataron… gracias a dios que alcanzó a dejarme a tu madre en el vientre… y este anillo, para recordarlo.
Luego, en un arranque, le prometió la abuela:
– Eleazar, cuando yo muera y tú ya estés grande, le darás este mismo anillo a la mujer que elijas para casarte
El niño abrió los ojos muy grandes y abrazando a la vieja respondió:
-Yo no quiero que te mueras abuela- y la estrechó contra su pequeño pecho – Prefiero no casarme nunca!
– No digas eso Eleazar! Es la marcha de la vida; los viejos nos tenemos que ir y los jóvenes se tienen que casar… es la ley de la vida. ¡Yo quiero que tu esposa luzca este anillo con el orgullo con que yo lo he lucido siempre!
Ya de vuelta en su casa, Eleazar le contó a su madre acerca de la promesa de la abuela, Aurora, la madre, sólo asintió incrédula, pensando que era una ocurrencia de niño.
Durante el resto de su niñez y en todo el proceso de la adolescencia, cuando Eleazar visitaba a la abuela, a menudo ella le refrendaba la promesa de obsequiarle el anillo cuando se muriera, con la promesa de que eligiera a una buena mujer y él, a su vez, procurar siempre ser un marido fiel y bueno con su pareja.
Pasaron los años, y efectivamente… una de esas tardes, los vecinos encontraron a la abuela de Eleazar muerta en su poltrona; un fulminante ataque al corazón la despachó al otro mundo sin más tramite.
Aurora, sin escuchar a su hijo que le recordaba la promesa de la abuela respecto al anillo, decidió como hija única, enterrar a su madre con sus joyas, incluido el anillo de compromiso.
Durante el velorio, de cuerpo presente, Aurora recibió las condolencias de los amigos y familiares, se organizaron guardias junto al féretro y se cumplieron todos los ritos de uso para estos casos. Nadie se dio cuenta, de que Eleazar subrepticiamente retiró el anillo de platino con el diamante solitario de los rígidos dedos de su abuela.
Y efectivamente también, el ahora joven Eleazar, eventualmente, conoció a Silvia, una hermosa morena de cuerpo esbelto y abundante cabellera risada. Tras unas cuantas salidas juntos, él la invito a conocer a sus padres, Aurora y Francisco, y ella para corresponder lo invitó a su casa, donde Eleazar conoció a doña Rosa, la madre de Silvia y viuda desde hacía ocho años, aprovechando el muchacho para pedir permiso a la viuda para que lo dejara visitar la casa, como novio formal de su hija, a lo que aquella accedió de mil amores.
La situación no podía marchar mejor, Aurora y Silvia se entendieron a las mil maravillas, se trataban como si fueran viejas amigas, y entre las dos empezaron a conspirar para hacer que Eleazar le propusiera matrimonio a la muchacha. Francisco, el padre del chico, enterado que fue del asunto, prometió sondear a Eleazar sobre el asunto, y una de esas tardes lo abordó:
– Oye, hijo ¿cómo va tu relación con Silvia?
– Bien, papá, es una excelente mujer y yo creo que hará un buena esposa.
– Bueno ¿y para cuándo habrá casorio?
– Eso es lo que quiero tratarle a ella, pero no encuentro la oportunidad de hacerlo.
– Pero ¡¿cómo?! Las oportunidades no se buscan, hijo, se crean. Si necesitas comprar el anillo, yo con gusto te puedo ayudar.
– No si no es por eso, el anillo ya lo tengo… lo que pasa es que no me he animado.
– Bueno… bueno, en eso si nadie te puede ayudar, tendrás que hacerlo solo.
Tomando las palabras al vuelo, en esa misma semana, durante una tardeada en las albercas que se organizó entre las dos familias, en un lugar apartado del grupo, Eleazar, según el protocolo, apoyando una rodilla en tierra, muy solemne, le pidió a Silvia que se casara con él. La chica, toda sonrojada, aceptó y dejó que el deslizara en su delicado dedo el anillo de platino con el diamante solitario refulgiendo a la luz del día. Ella se quedó asombrada y halagada por la calidad del obsequio, y curiosa como todas las mujeres, le preguntó cuánto le había costado, él respondió que nada, y acto seguido le contó la historia de cómo la abuela se lo había heredado y bajo que condiciones, además le comentó las peripecias que hubo de pasar para hacerse de lo que su abuela le había dejado.
Silvia se quedó boquiabierta ante lo que estaba escuchando, su primer impulso fue quitarse el anillo que fue tomado del cadáver de la abuela de Eleazar, por más que el aseguraba que ella se lo había prometido, así se lo hizo saber a su novio, a lo que el muchacho asintió con estas palabras:
– Silvia, si no te sientes bien portándolo todavía, no lo hagas pero guárdalo, hasta que estés cómoda con usarlo y dispuesta a aceptarme como esposo, si en un tiempo razonable crees que no puedes hacerlo, por favor, devuélvemelo, solo has de jurar, que no lo comentarás con nadie sin tomarme en cuenta para ello.
Juró la muchacha, guardó el anillo en su seno, y juntos, despaciosamente regresaron al grupo que ya estaba comiendo alegremente entre chanzas y grandes risotadas por los errores del improvisado cocinero, Francisco.
A la mañana siguiente, Eleazar armado con un gran ramo de rosas, se apersonó en la tumba de su abuela, depositó las flores sobre su lápida, y después se puso a platicarle lo que estaba pasando con su novia y el anillo y la petición de matrimonio:
– Ay, abuela, ¡cómo me gustaría que estuvieras aquí para que me ayudaras!
Después de este monólogo y tras emitir un largo suspiro, se despidió de la tumba y se marchó cabizbajo y con las manos en las bolsas.
Tres días después, Silvia regresaba caminando a su casa después de salir de su trabajo, como de costumbre pasó por el parquecito que estaba a dos cuadras de su casa, cuando le llamó la atención el siguiente cuadro: sentada en una de las bancas de herrería cobijada por la sombra de un frondoso árbol y con un perro echado a sus pies, una viejecita bordaba en un bastidor. Al pasar, la chica le dirigió una sonrisa y la anciana le hizo señas de que se acercara, Silvia se acercó solícita y la vieja le entregó un papel amarillento doblado varias veces y con voz suave le pidió que lo guardara. Al preguntar la joven por el contenido del documento la anciana le dijo:
– Léelo tú misma,
Silvia lo desdobló y leyó la fecha: doce de febrero de mil novecientos veinte y seis, era una factura que amparaba un anillo de platino con la engarzadura de un diamante de 0.82 quilates, vendido por la joyería “El Encanto” en la suma de $226.00. Inmediatamente la joven comprendió que se trataba del anillo que le dio Eleazar en prenda de matrimonio… levantó la vista para ver a la anciana, pero ésta ya no estaba, sobre la banca ¡sólo estaba un gancho de tejer!
Silvia se quedó unos segundos sorprendida, después sintió la humedad como de quien se mete a una alberca por primera vez, así la fue invadiendo una sensación de miedo que la paralizó unos instantes. Cuando se sobrepuso, cogió el gancho de tejer, lo metió en su bolsa de mano y echó a caminar apresurada. Antes de llegar a su casa topó con Eleazar, que iba a buscarla, al ver el rostro demudado de su novia y tocar sus manos frías el muchacho se alarmó y le preguntó:
– ¿Qué tienes, qué te pasa? ¡Parece como si hubieras visto un fantasma!
– ¡Y lo vi!- dijo ella- ¡lo vi en realidad!
Y abrazándose contra su pecho estalló en sollozos de nervios, luego que se calmó, le contó lo sucedido y le mostró la factura del anillo.
– ¡Ésta es! dijo el muchacho, – yo la vi muchas veces… cuando mi abuela me contaba de su novio y esposo: mi abuelo Lisandro. ¿Ahora sí me crees que ella me regaló el anillo? Dijo ella que sí, entonces él le respondió:
– Entonces… ¿ahora sí lo vas a usar?
– No lo sé aún- dijo ella, es que… de todas formas… no sé si me anime… no sé cómo lo tomará tu madre cuando me lo vea puesto.
Se quedó el un momento callado y luego dijo:
– Bueno, piénsalo… pero piensa también que tú eres el amor de mi vida y que cuando lo uses, significará que tú también me consideras así. ¡Ah! Hablando de otra cosa, tu madre no está en casa, llegué hace como quince minutos y la casa está cerrada.
En esto que les platico, los enamorados llegaron a la casa de la chica, esta abrió la cerradura con su llave, y antes de entrar, despidió a Eleazar:
– Es preferible que te vayas, no sería bien visto que sin ser mi esposo estés a solas conmigo en casa, luego nos comunicamos por el cel.
Eleazar se encogió de hombros estando de acuerdo con ella, y se despidió de beso con la chica, acto seguido abordó un viejo vocho y arrancó, ella lo despidió con un ademán cariñoso.
Silvia terminó de abrir la puerta, al dar el primer paso dentro de la casa, percibió un moderado olor a rosas frescas y pensó:
– ¡Qué raro! Mi mamá no es muy afecta a tener flores.
Para ir a su recamara pasó por la sala, al hacerlo, miró al perro que había visto con la viejecita en el parque, que sentado sobre sus cuartos traseros la miraba a su vez de manera amigable, mientras que movía lentamente su cola. Sobrecogida, pero extrañamente segura de sí misma, cautelosamente siguió caminando hasta llegar a su alcoba, abrió la puerta y el olor a rosas se intensificó, y allí, sentada sobre un sillón junto a la cama, estaba la anciana dueña del perro, con su bastidor inútil en su regazo, fue entonces que Silvia se percató de que a la abuela no se le veían los pies. Al verla llegar, le preguntó:
– Hija, dejé olvidado mi gancho de tejer en la banca del parque, ¿no lo recogiste tú?
La chica se sintió como se le erizaban los vellos de la nuca, y se quedó paralizada, sin embargo, tras unos segundos eternos, pudo moverse, aunque no podía hablar, lentamente, metió la mano a su bolso y extrajo el gancho de tejer que recogió en el parque, y alargando una mano temblorosa se lo entregó a la abuela. Ésta aprisionó con fuerza sobrenatural aunque delicada la mano de la chica y la examinó
– ¡Como! ¿Por qué no te has puesto el anillo? Yo se lo regalé a mi nieto para que se lo regalara a la mujer con la que piensa compartir su vida, y si él decidió que eres tú, debes usarlo
Soltó suavemente la mano de Silvia, quien estaba a punto de llorar u orinarse del miedo. El fantasma prosiguió:
– Le temes a la reacción de Aurorita, no te preocupes, de ella me encargo yo.
En ese momento el perro hizo su entrada en la habitación y la anciana se incorporó y como deslizándose a pocos centímetros del suelo se despidió dirigiéndose a la puerta:
– Ah y no temas cuando me veas, es cierto ya no estoy viva, pero sólo deseo que quede aclarado este asunto del anillo, porque debo emprender un viaje muy largo y ya no podré volver a verlos.
Salió el fantasma seguido del perro y cuando Silvia logró moverse, y correr a la sala, ya no los vio, el olor a rosas había desaparecido casi totalmente, entonces la chica, se dejó caer pesadamente en un sofá, luego recordando lo que le dijo el fantasma, colocó el anillo en su mano izquierda en el dedo cordial y lo contemplo satisfecha y aun incrédula.
Minutos después, hizo su arribo al hogar doña Rosa, la madre de Silvia, quien tras saludarla, preguntó por qué olía tanto la casa a rosas, la enamorada prefirió no contestar nada, y distrajo la atención de su madre enseñándole el anillo de compromiso que le había dado Eleazar.
Más tarde, desde la intimidad de su alcoba, Silvia marcó el cel de Eleazar, cuando éste contestó lo puso al tanto de todo,
– ¿Otra vez se te apareció mi abuela?
– Sí, y sí me dio miedo, pero ya no tanto como la vez pasada. Quiero que veas una foto que te mande por el FB, en este momento.
– Bien, sólo déjame encender la compu.
Mientras que el aparato cumplía su trámite para funcionar charlaron de cosas que a nosotros se nos harían intrascendentes o hasta ridículas, por ser cosas que sólo conciernen a la pareja enamorada, es por eso que no las consigno aquí. Cuando por fin el muchacho logró ubicar la foto que le mandó su novia, casi grita de alegría: ¡era la mano izquierda de Silvia, luciendo el anillo de compromiso!
– Silvia!- le dijo –esto hay que celebrarlo, ¡voy por ti en este momento para invitarte a cenar!
Silvia, con ese pragmatismo que suelen tener las mujeres, le contestó:
– ¿Ya viste la hora que es? Ya van a ser las diez de la noche y mañana tenemos que trabajar, además es muy apresurado, qué te parece si mejor mañana me invitas a cenar, pero a tu casa… quiero ver de una vez que dice tu madre del anillo.
Como es natural, Eleazar comprendió que ella tenía razón y prometió que mañana iría por ella y su madre para cenar todos juntos en casa. Tomada la decisión, se despidieron con otro buen rato de charla, que como dije antes: ni a ustedes ni a mí nos interesa.
Al día siguiente durante el desayuno, Eleazar le comentó lo de la invitación a cenar a que había comprometido a la familia, todos estuvieron de acuerdo, fue entonces cuando Aurora se acordó de lo que había soñado:
– ¿Qué crees, hijo? anoche soñé a tu abuela: La soñé igualita a como era, que llegó y se sentó en el borde de mi lado de la cama y que me decía que el anillo de compromiso ella te lo había regalado para que se lo dieras a Silvia, que quería que yo respetara su voluntad. Luego me pidió prestado el baño y se fue sin despedirse.
– ¡Caray!- dijo Francisco- con razón cuando entré al baño al levantarme, todavía olía a rosas!
– Ay, hijo, lástima que cuando la enterraron ella lo llevaba consigo, pues nunca te quise creer que ella te lo había regalado, pensé que eran cosas de muchacho, perdóname, Eleazar.
– No te preocupes por eso, Ma, Silvia y yo te vamos a dar una sorpresa.
– ¿De que se trata, hijo?
– ¡Si te lo digo ya no será sorpresa!
En punto de las siete de la tarde, en el carrito de Eleazar arribaron Silvia y su madre, ambas iban vestidas con sus mejores trapos, como para una fiesta.
– ¡Vaya!- dijo Aurora, ¿pues que estamos celebrando?
Y en sonriente grupo, entraron todos a la casa. Después, ya al finalizar la cena y empezar la sobremesa, se levantó Eleazar de su silla y con vos solemne dijo:
– Familia, Mamá, Papá, Mamá suegra, la sorpresa que les queremos dar es que le he pedido a Silvia matrimonio… y ella ha aceptado.
Todos prorrumpieron en aplausos y gritos de “ya era hora”
– Bueno… -dijo Aurora- ¿y el anillo de compromiso?
Entonces Silvia extendió su mano izquierda al centro de la mesa, y todos pudieron ver como el diamante solitario lanzaba destellos a la luz de las lámparas.
El rostro de Aurora se demudó y los ojos se le quisieron salir de las órbitas de la indignación y gritó:
– ¿Que hiciste? ¡Ese era el anillo de mi madre, con el que fue enterrada! ¿Profanaste su tumba?
Francisco, su esposo, la tomó delicadamente de un brazo, tanto para evitar que fuera a abalanzarse sobre Silvia como para evitar que se cayera. Entonces Eleazar, sin perder la calma pues ya esperaba esa reacción, procedió a explicar prolijamente la manera y el motivo que lo impulsó a retirar del cadáver de la abuela el anillo de compromiso, posteriormente las apariciones de la abuela y sus conversaciones con Silvia, y por último exhibió correctamente enmicada, la factura del anillo. Después tomó de la mano a su novia, para sostenerse mutuamente en aquella situación, lo mismo que estaba seguro, tendrían que hacer durante los cuarenta o cincuenta años siguientes en situaciones semejantes, Doña Rosa, la mamá de Silvia se aproximó a Aurora y Francisco para ayudar a éste a sostener a la señora, Francisco también aportó lo suyo:
– Recuerda, Aurora, que anoche tu mamá se te apareció en sueños para confirmarte la historia de esto muchachos.
– ¿Y eso que?- Dijo Aurora- ¡los sueños no quieren decir nada! ¿Por qué he de creer lo que me están contando?
En ese momento la luz de la lámpara menguó hasta quedar el comedor en una semi penumbra, un delicado aroma a rosas invadió el ambiente, tocaron a la puerta, aunque nadie atinó a acudir a abrirla, ésta se abrió sola con un rechinido totalmente fuera de costumbre pues en condiciones normales los goznes jamás habían rechinado, por el vano de la puerta se introdujo el perro de la abuela, un metro dentro de la habitación, se sentó a observarlos a todos con los ojos plenos de mansedumbre y bondad. Entonces se escuchó la voz de la anciana fantasma:
– ¡Lo tienes que creer, porque lo digo yo! A mí me lo regaló tu padre y yo soy libre de disponer en que manos va a quedar.
Todos se quedaron atónitos ante lo que estaban escuchando, como autómatas, uno a uno fueron dirigiendo sus miradas hacia donde escucharon la voz y vieron a la abuela sentada en una viejísima poltrona, meciéndose maquinalmente a la vez que tejía a gancho en su bastidor, luego la vieron levantarse y flotar hasta donde estaba Silvia, allí le extendió el bastidor con todo y gancho y labor, al tiempo que le decía:
– Toma hija, hazte cargo, yo ya me tengo que ir-. Después se volvió a todos, los encaró y agregó:
– Ustedes, sean felices, vivan en armonía. Aurorita, vive en paz, yo les regalé el anillo a los muchachos, y debes tener la seguridad de que mejor esposa, no va a encontrar tu hijo.
Luego se encaminó, siempre flotando, unos centímetros sobre el suelo y salió por la puerta abierta seguida de su perro y su olor a rosas, todos voltearon a la sala, pero la arcaica poltrona ya no estaba.
Así la abuela tuvo que volver a este mundo para poner en orden a su familia y asegurarse de que su nieto fuera feliz. ¡Ah! ¡Que no hacen las abuelas por la felicidad de sus nietos!
Aquí terminó esta historia, ustedes son libres de creer o no lo que les he platicado. En lo que a mi concierne, yo tuve una abuela que me quiso mucho y me consintió siempre que pudo. (Saludos, doña Elena) ¡Qué diera yo por volverla a ver algún día!