El hombre y la mujer postmodernos tiene una característica evidente, su esencia está determinada por el tener y no por el ser. Erich Fromm ya lo ponía de manifiesto en su libro ¿Tener o ser? El arte de poseer es la característica suprema del hombre actual, cuya figura mitológica es caracterizada, según Lipovestky, por Narciso.
El ensimismamiento narcisista lleva a lo más alto el ímpetu hedonista. ¡Yo y solamente yo! Hombres y mujeres empiezan a pensarse en cantidad, posición y posesión. Casi todo, sino es que todo, en la vida de los seres humanos está permeado por la soberbia inconmensurable del mercado. No hay objeto, situación, acción o pensamiento que esté fuera del consumo desmesurado, en donde las estrategias de las empresas imprimen su lógica y su visión del mundo.
El ritual es el mismo cada año, unos días antes de que el calendario traiga a la memoria la festividad de San Valentín, las campañas mercadológicas han empezado a realizar su acción de seducción. Anuncios publicitarios, en un sinnúmero de formas y espacios públicos, invaden nuestros sentidos tratando de desbordar y cautivar nuestros deseos.
Llegado el día, la ciudad se vuelve rehén de la parafernalia consumista, todo en nombre de Eros. En el corazón de la ciudad: globos en formas de corazones, flores al por mayor; cajas y bolsas de obsequios que dejan ver sus llamativos moños; escenas románticas invaden el panorama; supuestamente huele y se respira amor.
Una pareja sostiene una charla, la chica le dice al bato, –¿Cuánto me amas? Él le responde –¡Muchisisísimo! Otras parejas se juran amor eterno, a sabiendas que la vida es contingente. Otros(as) piensan: ¡Dime qué me regalarás y te diré cuánto te quiero! Unos más se lamentan el no encontrar el amor y se preguntan: –¿Cuándo llegará el amor de mi vida? En cualquiera de estas formas el amor es reducido a objeto, a una simple cosa; en efecto ese hombre y esa mujer postmodernos que encarnamos, tienen la soberbia de considerar que todo lo que está a su alrededor es objeto de posesión: mi madre, mi casa, mi coche, mi cuarto, mi hermana, mi amigo, mi novia, mi amor…
Pero, ¿qué es el amor? El término tiene diversas acepciones, pero más allá de una definición formal y cerrada, consideramos que en primera instancia que el amor no es una cosa u objeto y en segundo, mucho menos de posesión.
El amor no es algo que se pueda palpar, tocar, besar, oler, tener como si fuera una cosa. Esto reduciría nuestra cualidad de sujetos a objetos. Habría que recordar que, ante todo, como lo dice Freire somos seres de relaciones y no de simples contactos. No pienso ni creo en el amor como cosa. Pienso en el amor como acción, es decir, en el “amar”. En este sentido el amor es concebir, procrear y compartir y no encuentra su esencia en las cosas completas, seguras y terminadas. Es el impulso de construcción de con el otro. Y este impulso creativo cercano a la trascendencia, no es un cuento de hadas, si no que es una actividad que enfrenta riesgos y contradicciones, ya que todo producto creativo ignora siempre su producto final.
No se trata de decir sólo cuánto amas a alguien, sino participar con ese alguien en la construcción del amor, fundamentados en acciones amorosas. Compartir con el otro. El amor es una creación constante, es el impulso de participación continua que se alimenta día con día y que no se simplifica en un día festivo, ni con decir una bonita palabra o frase, ni sólo con buenos deseos, ni mucho menos con regalos.
De ahí que sea necesario replantearnos las palabras y los hechos que evocan esas palabras. Es por eso importante reflexionar sobre el amor para que Eros no caiga en garras de satisfacciones personales, ni en deseos individuales y que las relaciones que hacen característico al ser humano, no se simplifiquen en fórmulas comerciales, en donde sólo existen conexiones mercantiles en términos de costo beneficio. Repensemos el amor. ¿Cuál es tu opinión?