A veces sucede tener que mudarnos a un sitio inesperado por alguna razón pobremente comprendida y, al volver, querer visitar a plenitud y consciencia el lugar al que deseamos regresar una y otra vez tras darnos cuenta de que es ahí donde nos hemos dejado el corazón. Sí, dejamos lugares como ésos que no solo nos roban el aliento sino que, al caer en la añoranza de su anatomía, sentimos que depositamos un trozo de nuestra alma en ella. En sus laberínticas calles, anchas un momento y estrechas al siguiente. En la diversidad de matices con los que nos encontramos tantas veces de frente. En los establecimientos donde nos sentamos a saciarnos con un delicioso y reconfortante café cuando lo requerimos; en sus atardeceres mágicos y nostálgicos donde en tantas ocasiones nos perdimos. En las efímeras noches cuyo silencio fue únicamente roto por el sonoro silbido de un tren nocturno atravesando sus entrañas. En la cándida piel de sus tejados. En sus plazas y refrescantes jardines recién podados o en sus monumentos erigidos a lo largo de su belleza exuberante.
Y por más que nos esforzamos en dejar atrás todo aquello, lo cierto es que el recuerdo no se diluye en el tono de nuestro día a día como cualquier otra memoria que va perdiendo su ímpetu conforme dejamos de evocarla, sino que emerge súbitamente de los abismos de nuestro hipocampo porque hemos quedado prendados a ese lugar en el que las sensaciones afloran enardecidas de un lado al otro como un tupido vergel rebosante del color en su piel investida de una afinidad tan efervescente como nuestras emociones al pensarlo; al recordarlo.
Entonces nos encontramos atrapados en una dualidad que comprende, por un lado, el flujo de nuestra vida a la vez que se va acercando a nuestro destino final; y el corazón palpitando con fuerza tan lejos de nuestro pecho, por el otro. Allá donde lo hemos dejado, quizá extraviado, perdido o empeñado solo por un instante antes de caer en la cuenta de que no lo llevamos más encima. Tras sentir la oquedad en nuestro pecho. Luego de saber que ya no lo poseemos como una vez poseímos aquel lugar aunque fuera por un momento ya perdido en el tiempo cuando estuvimos ahí. Al posarnos sobre sus aceras. Al andar sus empedrados y callejuelas recorriendo sus sinuosas y trepidantes formas de arriba abajo y sin detenernos un solo instante a tomar un respiro creyendo que jamás íbamos a tener que extrañarlas.
Es cuando la espera por volver se vuelve extenuante, casi tortuosa. Cuando el tiempo se ralentiza congelándose indefectiblemente sin que podamos ver el momento de regresar, convirtiéndonos en efigies de piedra custodiando nuestros ardientes deseos por estar en ese lugar y reencontrarnos con el corazón abandonado, mas nunca olvidado. Porque haberlo dejado atrás se nos adelanta al hecho de necesitarlo cada vez más arduamente, como una sed que no se quita hasta secarnos por completo. Y anhelamos cautivarlo de vuelta. Reestablecernos en un palpitar que de un momento a otro será sórdido otra vez hasta que seamos felices de nuevo en ese lugar inenarrable a partir del momento en que, la vida y sus inimaginables periplos, nos brinde la oportunidad de sentirlo nuevamente en nuestras manos inquietas. Dentro de nuestras ávidas pupilas. De acercarlo poco a poco a donde la oquedad vuelva a ser ocupada en toda su extensión conforme musitamos su nombre en un suspiro interminable.
Hasta que ese lugar nos responda con su sonrisa inolvidable. Con su belleza diáfana e inigualable. Con aquel conocido y suave rumor en el viento pronunciando lo que quedó en suspenso tras la partida; con nuestra ausencia: nuestro viejo apelativo en un murmullo ininteligible y mordaz, tan sublime como las estaciones que se sucedieron aguardándonos sin poder hacer otra cosa que imaginar el tórrido encuentro una vez más, como algo escrito que tenía que ocurrir de un momento a otro hasta fundirse plácidamente en el vaivén de nuestras emociones… Y sonreír de nuevo plenamente.
Simplemente me encanto, me hizo vibrar el corazón de aquellos bellos recuerdos de ese lugar especial.
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