Doña Micaela.
-He de contarles muchachos, a todos Uds. aquí reunidos. Que alguna vez, en alguna parte de este pueblo existió una señora, no como todas las que aquí viven y comparten el entusiasmo de la vida. No, aquella señora de quien les hablo y les he de contar era muy diferente-
Mientras eso sucedía la mayoría de los ahí reunidos nos quedamos viendo unos a otros con cierto asombro, ¿sería acaso que el anciano, el que cada tarde nos contaba historias y relatos, nos compartiría algo que jamás habíamos escuchado?
Cada tarde, cuando el sol ya no alumbraba con tal intensidad, la mayoría de los jóvenes del pueblo hacíamos una rueda e invitábamos al anciano a que nos contara historias, algunas rayaban en lo absurdo, historias llenas de misterios y sobre todo de mágicas andanzas de cada personaje que el mismo anciano inventaba y que al final de cuentas nos entretenía la mayor parte del tiempo.
-Esta historia, no es más que una historia que sucedió hace casi 50 años. En este mismo pueblo. ¡No, no es invento mío!, es la verdadera historia de doña Micaela-
-¡A mí me la contó mi madre!- Dijo el anciano con tono serio.
-Micaela era una señora que no sobrepasaba el metro y medio de estatura, de tez morena y con un vocabulario que prefería quedarse uno callado cuando ella se encontraba molesta.
Ella se casó con don Agustín, hombre noble, campesino de oficio y de un buen corazón.
Solo que doña Micaela siempre lo relegó a segundo término, en ese entonces don Agustín no tenía ni voz ni voto, ahí se hacía lo que doña Micaela decía. Ellos procrearon a cuatro hijos.
Doña Micaela jamás tuvo paciencia con sus hijos, incluso cuando uno de ellos no le hacía caso tomaba lo que estaba a su alcance y se los aventaba con tal de mantenerlos callados.
De su boca únicamente salían improperios que a final de cuentas lastimaban a sus hijos y sobre todo al pobre de don Agustín, que prefería quedarse callado o irse a su milpa con tal de no enfrentar a su señora esposa.
Me comentaba mi madre que alguna vez charló con don Agustín haciéndole saber que la conducta de su esposa no era la adecuada con sus hijos y sobre todo con él, a lo que él únicamente asentaba con su cabeza en señal de afirmación, pero se sobreentendía la situación; ya que don Agustín le tenía miedo a doña Micaela.
El que se encargaba de la manutención y cuidado de los hijos era don Agustín, puesto que doña Micaela se ausentaba de su hogar para ir a visitar todas las mañanas a sus amistades, olvidándose del cuidado de sus pequeños hijos que la necesitaban.
Cuando llegaban a compartir todos juntos, la historia se repetía una y otra vez: doña Micaela regañaba a todo mundo, incluso alguna vez le aventó una tapa de la cacerola a su menor hija lastimándole su brazo.
Don Agustín ya no sabía qué hacer, por un lado, dejar su hogar sería abandonar a sus hijos, ya que gracias a él continuaban sus estudios-
La charla que nos relataba el anciano cada vez era más interesante, quizás su forma de narrar nos transportaba a aquellas historias donde nos convertimos en los personajes principales.
Y prosiguió el anciano:
-Lo que hacía doña Micaela con su familia era quizás la forma en la que la señora vivió en su niñez, carente de afecto y sobre todo del cuidado de una madre y padre que vieran por ella-
Lo que sí nos sorprendió escuchar fue cuando el anciano empezó a relatar lo más interesante de la historia, a lo cual todos nos quedamos petrificados.
-Hubo un día donde la historia de doña Micaela la ubicó de una manera diferente.
Después de que su pequeña mascota, hembra, por cierto, y de nombre “coqueta” resultó preñada de “lucifer” el perro del vecino.
Aquella ocasión doña Micaela se posesionó de cierta manera hasta volverse casi un diablo, el enojo se apoderó de ella a tal grado que cuando “la coqueta” iba a dar a luz, doña Micaela llamó a una de sus hijas para que le llevara una cubeta llena de agua, y ante el asombro de la pequeña.
Cada vez que iban naciendo los cachorritos, doña Micaela los revisaba para ver si eran hembras o machos, cuando resultaba macho, doña Micaela lo ponía de lado derecho, y si resultaba hembra la sumergía en el fondo de la cubeta hasta quitarle la vida.
Doña Micaela, ¡ no tenía sentimientos!
Tiempo después doña Micaela fue perdiendo poder, sus hijos crecieron y a ella le cayó una rara enfermedad que la dejó postrada durante muchos años, en los cuales ella clamaba ya NO querer vivir; sin embargo, prosiguió viviendo llena de martirio y de dolor, hasta que por fin murió.
Don Agustín, noble de corazón, vio hasta el último día a su compañera, dejando atrás rencores y olvidándose de todo lo que doña Micaela lo había hecho sufrir.
Édgar Landa Hernández.