¡Fue una decisión Divina! Salí al mundo después de un parto difícil. Adela, mi madre, ya en varias ocasiones de cercanía, me platicó la dura experiencia de mi nacimiento. Fui el tercero de los hijos que llegarían a ese modesto hogar, en un sencillo barrio, de un pueblo que crecía junto a las riberas del caudaloso río Pánuco. La reiterada narración de ese alumbramiento es de extraordinaria claridad, como si en cada ocasión que lo hace, lo estuviera viviendo otra vez.
Habían comenzado las contracciones y los dolores iban y venían incontenibles. La partera que asistía a mi mamá, desesperada, no entendía lo que estaba ocurriendo. Su experiencia le decía otra cosa. En eso, llegó la inspiración o la ocurrencia. Fue a su improvisada valija de curandera y extrajo un pequeño costal que le cabía en la mano, dentro había unos minúsculos caracoles. Regresó a la cama donde esperaba sudorosa la parturienta y exclamó, ¡Ahorita veremos si no sale!
Adela recuerda bien esos instantes. La señora Lidia, ese era el nombre de la partera del pueblo, se acercó y puso con suavidad la bolsita de tela en su abultada panza y empezó a frotarla sobre la piel. Solo se alcanzaba a escuchar el leve sonido, que producía el golpeteo de los caracoles al moverse de un lado a otro. A unos cuantos minutos de hacer lo mismo, Lidia dijo con voz casi celestial, ¿ya sentiste que se movió? y agregó, yo creo al chamaco le va a gustar el baile, como adivinando el género. ¡La criatura ya viene!, afirmó con seguridad.
Dicho y hecho, en minutos ya estaba afuera, junto a mi madre. Había terminado el sufrimiento para ella. Conocía al segundo varón. Con peso regular y apariencia débil, hacia mi primera presentación. Esa tarde después del parto, desapareció la tensión. Mi nacimiento fue a fines de noviembre, ya muy cercano el invierno. Mi padre estuvo un rato acompañándola, me contó, y pronto tuvo que regresar a su trabajo en la panadería. Eran las temporadas de los gastos extras. Por cierto hubo nueve.
Unas noches después, nuevamente se enciende la alarma y surge otra preocupación. De una progresión normal, había pasado a un estado complicado, por alguna razón fui perdiendo el apetito y empezaban a verme molesto y desmejorado. Fue una de esas largas noches que se viven con los hijos cuando enferman, Adela viviría uno de su primeros calvarios como madre. No concilió el sueño, solo de verme y escucharme llorar y quejarme. A medianoche providencialmente el Tío Julián llegó a la casa, entró al cuarto y sorprendido de ver el cuadro preguntó ¿Pues qué le pasa a ese chamaco?. Ella atribulada responde, No se, pero algo tiene, porque no deja de llorar y mira como está de inquieto. Entonces, el Tío Julián se encamina apresurado a la puerta y sale diciendo. ¡Ahora regreso!, voy por el doctor Villarreal.
Pasaron quien sabe cuántos minutos, cuando mi Tío ya estaba en casa, esta vez con el doctor, quien enseguida se mete al lugar donde se dormía. Agarra su maletín y saca unas cosas que siempre usan los médicos. ¡Quítele la ropita¡ le dijo a mi mamá, ella nerviosa atendió la orden. El galeno, con cuidado hizo una revisión rápida y se volteó para decir, ¡El niño esta delicado!, tiene mucha fiebre y se debe a una fuerte infección. Necesito que surtan esta receta y se le aplique una inyección. Veo que está respirando con dificultad y va a necesitar oxígeno, dígale a alguien que le consiga un tanque. En una reacción inmediata, otra vez, el Tío Julián salió disparado con la receta en la mano.
Mientras el doctor seguía dando indicaciones, y al final, con seriedad advertía. Señora, ¡el niño esta grave!, Dios quiera, con el medicamento y el oxígeno pase la noche. Yo espero que antes de las seis de la mañana tenga una reacción favorable. Avíseme de cualquier cosa. Estaré atento, dijo antes de retirarse. El Tío Julián regresaría con la medicina y una señora conocida que me inyectó y colaboró para conectarme al oxígeno.
Fueron largas horas las que pasaron. Justo antes de las seis de la mañana, recuerda mi mamá, empecé a mover las piernas y las manos, al mismo tiempo que estallaba en llanto. Adela con sorpresa y dando gracias a Dios, solo atinó a acomodarse para ofrecerme su pecho, su instinto maternal funcionó en ese momento y no se equivocó. En eso estaba, cuando llegó el Doctor Villarreal acompañado por mi Padre y mi Tío Julián. Con una sonrisa bonachona se dirigió a los tres para decir, “Primero Dios, la ciencia y después yo”. Y enseguida de asegurar que los peor había pasado, con ironía le dijo a mi mamá, Señora, el niño está a salvo, “Dios se lo dejó, como una bendición o una maldición” Este fue el primer episodio dramático de mi vida. Vendrían otros.
A los treinta y nueve años, había ya había invertido los mejores años de mi vida laboral, en la burocracia. Trabajé con entusiasmo, con intensidad, y por estricta formación, con sentido de responsabilidad. Como ganancias obtuve experiencia y aprendizaje en la administración pública. No me arrepiento, como tampoco, de haber ejercido con poco interés la abogacía. Mis primeros contactos con el ejercicio profesional en el litigio, fueron desalentadores y, por otro lado, yo necesitaba un ingreso inmediato que me proporcionara la independencia económica, a la que aspira cualquier egresado de una carrera universitaria.
Tenía además otro pendiente, ayudar a mi familia. Muchos lo entenderán, es una suerte de retribución por los beneficios recibidos, otros lo llamarán obligación moral. El asunto es que, habiendo cumplido la meta de la solvencia económica, hice saber a mis papás de mi decisión de proponer a María Luisa, mi hermana, la idea de estudiar en Xalapa. Aceptaron la propuesta y Bicha, como le decimos, vendría a terminar la preparatoria y después estudiaría medicina. En un corto tiempo, Mirna también se vendría a estudiar a la capital. Ella egresó de la Escuela Normal Veracruzana. La última en llegar fue Tere, la menor de la mujeres, quien concluyó la preparatoria y marcharía a reunirse con mis hermanos en Minatitlán para continuar sus estudios.
Conocí a Bertha en el trabajo, tras una relación convencional sostenida en demasiado amor, pasión y razón, en poco tiempo, por acuerdo mutuo, decidimos vivir juntos y formar una familia. Este fue uno de mis grandes aciertos, tuvimos dos hijos, Indira y José Antonio.
Corrían los días del mes de marzo de 1999, cuando una noche despierto súbitamente. Una leve punzada en un dedo del pie derecho, me hizo brincar de la cama. Aquí hago una pausa. Cuando pasó la emergencia, me dijeron que la vivencia había sido tan traumática, que mi memoria no registró o quizá no quiso guardar algunos episodios del sufrimiento físico y emocional. La cuestión es que no pude recobrar algunos pasajes de esa experiencia que marcó mi vida.
Después de la punzada sorpresiva, con rapidez se desencadenaron otros eventos que afectaron en forma general mi salud. Siguieron calambres en el pie, más tarde en la extremidad inferior derecha. Me convertí en blanco de inesperados espasmos que fueron provocándome la pérdida de movilidad. Siguió una escalada de convulsiones que no podía predecir ni controlar.
En los recuerdos recuperados y archivados de esos dramáticos días, encontré la visita con mi esposa a dos o tres neurólogos, el primero diagnosticó una crisis depresiva, aunque después de un estudio, presentó la conclusión de que mi cerebro estaba completamente sano. El Segundo, de plano expuso su sospecha de que podría estar consumiendo drogas. Una opinión disparatada que nos hizo desconfiar, mientras nuestra angustia aumentaba.
Debó confesar que en mi atormentada memoria, el último acontecimiento que se grabó, fue que llegaron mis papas de visita. Jamás pregunte a Bertha si les informó de mi enfermedad. Estábamos en la mesa comiendo, cuando al levantarme de la silla, para ir a la cocina, mis piernas no respondieron, caí junto a mi padre y empecé a convulsionar, frente a la mirada atónita de todos. Ese día fui llevado al hospital. Al llegar al área de Urgencias, me acomodaron en una camilla y estuve un tiempo en observación, no recuerdo cuantas horas. Me dieron un tranquilizante y en un rato estábamos de regreso en casa.
No sé cuánto tiempo pasó. Despierto en la sala de cuidados intensivos de un hospital de Veracruz. Todavía no tengo la precisión de los días que estuve internado en el Puerto. Los testigos cercanos, mis familiares, me hablaron de una estancia prolongada. Primero los médicos tuvieron que controlar los espasmos. En el estado más crítico, la convulsión era generalizada y mi debilitado organismo no iba a resistir mucho tiempo. Optaron por aplicar sedantes e inducir un coma, con el fin de parar el desgaste. Eso no sería todo, hubo otro acto invasivo a mi cuerpo, una traqueotomía que me ayudaría a respirar.
El día que despierto, abro los ojos y observo lo que podía observar, mi cuerpo y el sobrio pabellón donde estaba. No fui capaz de detener la angustia y el llanto, Así estuve dos o tres días más. Exageradamente sensible, afligido, deprimido. Haciéndome muchas preguntas que no encontraban respuesta. Tengo bien grabado un pasaje de esos días. Despierto o dormido había pedido a Dios con todas mis fuerzas, que me dejara vivir. Le pedía perdón por mis errores y atrocidades cometidas. Me percibía en una condición de extrema vulnerabilidad, y estando en esa situación, tuve la sensación de estar sumergido en un agujero profundo, cuando, en medio de una atmosfera luminosa, una mano tomaba la mía y lentamente me sacaba a la superficie. ¡Bendito Dios!. no me cabía la menor duda de que Dios había sido misericordioso y me daba otra oportunidad.
Después de ese despertar, hubo una rápida recuperación, unos exámenes, una revisión más del neurólogo que se encargó de mi caso. En una consulta antes de abandonar el hospital, el confió su diagnóstico y opinión personal. El especialista con una voz convincente dijo, hemos concluido que se trató de una intoxicación, causada por una sustancia natural o artificial, que pudiste ingerir en forma accidental. Se detiene, me mira fijamente y pregunta, ¿por qué no te quisiste suicidar verdad?, o bien “alguien te quiso matar”. Desconcertado, guarde silencio. Con esa frase cerraría el informe médico. Me entregó una última receta con prescripción de clonazepan, para estar relajado y poder dormir lo suficiente. Por cierto, siempre he tenido dificultad para conciliar el sueño, es vulgar insomnio.
Suspiro y trato de exprimir la memoria para continuar el relato. Vivir para contar. Nunca olvidaré el auxilio y solidaridad de la familia. Bertha mi esposa, mis padres, mis hermanos, los amigos que siempre estuvieron junto o cerca. Mis pequeños hijos que sintieron mi ausencia y vieron alterada su vida. Tengo todavía el grato recuerdo de Catalina, una enfermera extraordinaria que aparte de atenderme con paciencia y enorme vocación, dedicaba tiempo adicional y sus oraciones para ayudarme a mantener las ganas de vivir. Otras batallas traería el incierto destino. No se me ocurrió en algún instante, pensar o preguntar por las secuelas de esa crisis. El tiempo llegaría con la respuesta
Cinco años después, estando activo en el trabajo, hubo una regresión de mis problemas gástricos. Dos años antes había requerido hospitalización y cirugía por una obstrucción intestinal irresoluble. Esta vez ante una nueva crisis que se agudizaba y subía hasta mi cerebro, en plan desesperado y por una intervención providencial, prácticamente huía a la ciudad de México, en busca de la solución. En un estado de salud y de ánimo a punto del quiebre, llegaba a un hospital en la zona de Tlalpan, para entrar por una especie de puerta giratoria. Lo digo en términos figurativos, porque perdí la cuenta de las veces que entre y salí de ese lugar, que al principio y hasta el final vería como mi divina salvación.
Esta etapa fue diferente. Aunque por algunos momentos me desconectaron del mundo, por obra y gracia de Dios casi siempre tuve contacto por algún sentido con el espacio y lo que se movía. Fue ésta una experiencia personal y familiar de gran intensidad, de situaciones indescriptibles de dolor físico y del alma. De informes médicos de gravedad que provocaron en varias ocasiones lágrimas y sufrimiento a mis seres queridos, especialmente a mi madre y esposa. Pero era tal la fuerza con la que me aferraba a la vida, que nunca pensé en morir, aún en los tramos más críticos. Fueron tres o cuatro intervenciones quirúrgicas, no recuerdo bien o no quiero acordarme. Hubo en esas noches de hospital, tiempos de insomnio y pesadillas que preferí dejar guardadas en el último rincón del pasado.
Esta vez no saldría ileso. En la recta final del drama, los médicos se deciden por una resección intestinal y me condenan a una recuperación lenta y complicada. Desde mi ingreso a fines de febrero hasta mi alta definitiva, transcurrió un tiempo inconmensurable, en que mi vida estuvo pendiendo de un hilo sin percibirlo. Porque en esta vivencia, cuando me preguntan ¿si alguna vez sentí la muerte cerca? , simplemente respondo, “Yo nunca pensé morir”. En estos casos sirve mucho la fe, las oraciones, la confianza en Dios. Por decisión divina o por aras del destino, sigo con vida y en una nueva búsqueda de una misión incumplida. Catalina, a la que le decían “La Madre Teresa” solía decirme, no se haga la pregunta ¿Por qué?. Dios no castiga, Pregúntese ¿Para qué?.
AUTOR: José Antonio Medina Aguilar
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SEMBLANZA
Originario de Pánuco, Veracruz, Estado oriental de la República Mexicana, curso estudios de educación básica y hasta el bachillerato en esa ciudad. Realizó sus estudios universitarios, primero en Poza Rica, Veracruz y después la carrera de Derecho en la Universidad Veracruzana, en Xalapa, capital de esa Entidad.
Su vida y experiencia laboral las desarrolló en la Administración Pública Federal y Estatal hasta 2004. Tiene más de una década, después de trabajar en un medio de comunicación, que empezó a escribir artículos de análisis político y de la vida cotidiana. Es autor de la columna “Pienso, Luego Escribo”, la cual rubrica con el seudónimo de Akiles Boy. Actualmente sus artículos son publicados por varios medios impresos y digitales, así como en las redes sociales, Además en miembro activo de varias Organizaciones de Comunicadores, entre otras, LA Red Veracruzana de Comunicadores Independientes. A.C.