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Peatón, vagabundo, algunas veces piltrafa y senderista de callejones, entre el traje y la corbata o los típicos pantalones cortos, con alguna madrugada y amanecer exaltando el atrevimiento del desnudo callejero. Caminos, esquinas o calles se hacen importantes con los años, si vas de paso por el recuerdo te darás cuenta de que algunos ladrillos dejarán de existir. Tengo calles importantes, dos de ellas constituidas en adoquín rojo, una de asfalto con la capacidad de contener la lluvia para convertirla en río y dejarme caminar sobre el, tengo una de roca volcánica llena de vecinos entre ellos los bebedores, un judicial corrupto y despedido, sacerdotes, hombres y mujeres con amantes en las casas de enfrente, ladrones, educadores, médicos, lecheros, tamaleras, herreros y claro un escritor.


Las otras calles en las que viví se parecían en la mayoría de sus detalles, algún pequeño símbolo hacia algo de diferencia, un puesto de comida, tal vez uno de papas fritas, un vecino masajista con tatuaje de Playboy en el brazo, banqueta con bolsas de basura llenas de pornografía y varias alternativas que hacen de los vecindarios lugares mejores que las cavernas.


En Porfirio Alcántara estaba aquel señor que gustaba de estar sentado afuera de casa en su piedra, la trajo desde el río Lerma para el uso exclusivo de sentarse. Le decían el Papeliza, fue albañil e intenso bebedor de pulque que él raspaba, su esposa se llegó a embarazar nueve veces. Al Papeliza le pagaron en las épocas de su juventud treinta pesos por matar a una persona del pueblo, fue a tirarlo en el río, después de que encontraron el cuerpo, entro en pánico y fue a refugiarse a la Ciudad de México en casa de su hermana, regreso un año después, jamás le dieron sentencia vivió impune y feliz sentado en su piedra. Hermano de Alejandra mi Abuela.


En la calle Noche Triste conocí al Chorin, ganó ese apodo directo de su madre y hermanas, la razón, las chapitas coloradas que relucían en su tez tan blanca, siempre en su bicicleta, y al Rojas un jovencito a cargo de su familia, trabajando a sus 9 años, en sus ratos libres siempre jugando canicas. Cerca de mi casa dos perros hacían la gran pelea, era rivalidad antigua, un pastor alemán que vivía en la esquina era mascota de un profesor que fue de los primeros gays del pueblo y del magisterio, a mitad de la bajada vivía un dogo blanco, letal y agresivo, las peleas entre ellos duraban todo el día. Podían enfrentarse en la mañana, en la tarde y minutos previos al anochecer un poco antes de que sus dueños los encerrarán, de tantas peleas el dogo se quedó sin oreja y el pastor perdió un pedazo de su hocico se le veía el colmillo y los dientes frontales.


En aquella calle de lava volcánica que fue Privada Independencia, la casa de enfrente fue un refugio para la infidelidad, la primera residente y dueña vivía el juego de ser la amante, al mudarse rento la casa como bodega, desde mi ventana veía llegar a un sujeto que la alquilo, era apodado el espaider, se acompañaba de una jovencita de preparatoria todos los martes era visita obligada, al venderse la casa, entró en manos de una pareja con los mismos destinos, la activa esposa terminó involucrándose con el vecino de aún lado que resultó ser el judicial despedido, el mismo sujeto que entró a nuestra casa a robar nuestras computadoras y cámaras de video. En casa mis hermanos y yo le decimos el ratota. Antes lo saludaba con hipócrita elegancia ahora ignorar es la mejor manera de saludar a los demás, en algunos días de plática me confesó que él era ratero.
-yo soy rata.
Pero eso lo sabemos desde hace mucho tiempo. En el momento que el marido enfurecido lo enfrentó por el atrevimiento de entrar a hurtadillas a su casa para satisfacer a la vecina, él lo negó todo y la acusó de ser provocadora y chismosa, se escapó del asunto con cinismo perfecto y su esposa en la ventana escondida escuchando todo sin decir nada, ese es el estilo de esa mujer.


En Privada Aquiles colocaron un rectángulo de concreto en la banqueta, ese elemento causaba el efecto de creer que uno podía cruzar un portal con destino a otro mundo, me gustaba atravesarlo creyendo eso. La calle era de piedras redondas, se dejaba iluminar por los faros amarillos que hacían juego al reflejar luz en los cristales verde esmeralda que hacían la función de protección en la barda, protegían una cabaña de madera y adobe que al otro lado llevaba puestos adornos de utensilios de labranza y cazuelas, por la noche corrían y se escondían por las orillas y en los árboles los cacomixtles. Una natural oscuridad exaltaba la silueta de los pinos, que con su frondosa presencia y altura regalaban momentos para la fotografía. Ahí en esa calle viví con mi esposa, hacíamos el amor días y noches y, al amanecer toda la naturaleza de alrededor nos otorgaba la riqueza de su frescura. Teníamos un vecino al que siempre consideramos que era un asesino misterioso.


En la calle se encuentra uno de todo, te puedes encontrar con el cliente del antro, que por las noches se disfraza de diva cargando una imagen arrogante para hacer lucir sus cien pesos como símbolo de total poder económico, en los siguientes días de la semana lo encontrarás amable en la parada del micro, intentando subir, en esas horas del día no puede decir que visita bares homosexuales, en su trabajo eso no se entendería. Lo he visto bailar hasta el desenfreno, ser la Reina de la pista, los viernes me toca atender las mesas, no es grave trabajar en la noche, lo complicado es limpiar el gran desorden que dejan los apetitos carnales durante y después de la parranda.


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