Cuando era un pequeño de cuatro años de edad, conocer a nuevos amigos me hacía feliz. Conforme pasaba el tiempo, esa amistad se acentuaba a tal grado que me ponía a pensar qué tiempo duraría. Claro que yo deseaba que fuera para siempre, para compartir las vivencias, los tiempos. Sin embargo, empecé a notar que algunas personas no duraban mucho y desaparecían de mi vida. Algunas veces me entristecía, otra más sonreía porque continuaban junto a mí.
Crecí y comprendí muchas cosas. La noche no dura mucho, tampoco el día, que el sabor de las frutas es efímero, así como la felicidad. Advertí que el tiempo es relativo, que solo hay que aprovecharlo, no importa con quiénes prosigamos el viaje.
La vida es tan solo un espectro que nos regala impresiones y que de ellas solo habremos de rescatar lo que nos produzca un crecimiento evolutivo. Para algunos la vida es catástrofe, vicisitudes, para otros es maravillarse, contemplar, saber aprovecharla.
Y desde entonces eso hago, como en las noches sosegadas, con aromas de páginas abiertas a la espera de continuar los párrafos perfumados de nuestra existencia.
Escribir mi sentir es enlazar entre líneas los asombros de mis antiguos sueños, o las mismas pesadillas donde despierto sudado y con mi corazón latiendo a mil por hora.
Sufro cuando un amigo o persona parte de este mundo. Pero me alegro por la enseñanza que nos hereda, por las sonrisas, por haberle conocido.
En los últimos años, así ha sido. Una lista interminable de ausencias. Creo y no me equivoco que a pesar del sufrimiento salen a relucir los versos, flotan y deambulan en majestuosa presencia, deleitándonos de su paso, de su esencia.
Hoy su recuerdo son música de violines en las madrugadas de mis calles desiertas.
Las aves vuelan, el verano nos ahoga, los cantos presagian un sinnúmero de notas sin melodías. Los nidos se vacían, a la espera de que la próxima temporada, como decía en sus versos Bécquer:
“Volverán las oscuras golondrinas
En tu balcón los nidos a colgar”.
Edgar Landa Hernández.