Cuando el amor sale por la puerta suceden cosas que no creíamos que pudieran sucedernos. Que eran hasta impensables pues jamás hubo siquiera un insignificante guiño capaz de prepararnos para ese momento de zozobra incansable que nos toma por sorpresa de repente.
Lo primero en venírsenos encima como un avasallador alud que nos sepulta, es la incontenible y absoluta tristeza; la acusada e inamovible pesadumbre, de manera que un manto rebosante de oscuridad y pesimismo se yergue a nuestro alrededor, matizándolo todo con ese color insípido que tiene la melancolía. Con esas tonalidades grisáceas que nos tornan indiferentes a la socialización; a esa necesidad primordial de la compañía de los demás, amén de esa persona que ha decidido salir por esa puerta que miramos con acritud sin poder quitar nuestros incrédulos ojos de ella… esperando lo inesperado. Y nos deja hechos un guiñapo.
A veces perdemos algunos kilos. Otras, únicamente perdemos el peso de los sueños en fuga que habíamos depositado en esa persona. De pronto, los días pierden su habitual simpatía, magia y alegría. Sentimos que el sol no brilla como antes o, al menos, no logra confortarnos con su antiguo fervor. Los ínfimos momentos tras los que parecía esconderse nuestra precaria armonía se esfuman como virutas de humo a merced del gélido viento. Un viento que ya no arrulla, sumergiendo nuestra vida en una especie de pesadilla de la cual intentamos despertar a toda costa, pero es imposible porque esta nos ha engullido con esas fauces inquebrantables, terribles, remitiéndonos una y otra vez a la cruda y espeluznante realidad: la irrefrenable soledad que nos rodea.
Sí, cuando el amor sale por la puerta nos deja un tremendo sinsabor que nos hunde en un extraño y lúgubre mundo en el que hay más preguntas que respuestas. En el que hay más pesar que esperanza. Donde el camino a seguir es incierto, endeble, lleno de recovecos oscuros donde nos detenemos con la intención de hacernos un ovillo y que el mundo se detenga un instante, solo para darnos cuenta de que continúa girando a pesar de nosotros, y si no comenzamos a desplazarnos de nuevo, amenaza pronto con dejarnos atrás irremediablemente. Solo que no sabemos cómo hacerlo; cómo seguir; cómo andar nuevamente; cómo dar ese primer paso ya dado sin que sea un paso en falso, esta vez.
Entonces nos paralizamos. El miedo ha hecho de nosotros una presa más y está a punto de hacernos girones como en esas pesadillas en las que se intenta correr pero las piernas se vuelven gelatinosas, pesadas y sin fuerza capaz de responder a nuestra intención de alejarnos de la fuente peligro cerniéndose sobre nosotros como una sombra que gana terreno rápidamente, hasta sumirlo todo en la inescrutable penumbra.
Y ese peligro es el dolor inconmensurable. Es el dolor crudo que provoca la partida; esa pérdida irrevocable del ser amado. La soledad incansable de la que no podemos despegarnos como si se tratara de nuestra propia silueta siguiéndonos a todas partes durante el día y, muy especialmente, en las noches: esas noches frías e irreconciliables. Esas noches que minan nuestra confianza y parecen no tener final.
Y el dolor no se va. Y tampoco podemos alejarnos de él. Así que nos sentamos a un lado del camino, apesadumbrados, ciscados, sin entender qué demonios está sucediendo, intentando llevar a cabo el fatídico recuento de una historia inconclusa que resulta más doloroso todavía. Que se nos clava más en el pecho, de por sí en carne viva ya, convirtiéndose en un verdadero flagelo. En una tortura. En ese cadalso promiscuo de anhelos perdidos que no estamos dispuestos a recorrer porque sabemos que no es justo hacerlo. Pero lo que ha sucedido no tiene nada que ver con la justicia, y las preguntas continúan suspendidas en el aire como nubes negras a nuestro alrededor, revoloteando ruidosas como oscuras golondrinas viajeras: fantasmas errantes de escarcha y polvo levantado por caminos inciertos.
Exigimos respuestas, mas no existe siquiera el remitente a nuestros tortuosos cuestionamientos que sabemos, de antemano, que nunca hallarán explicación satisfactoria, así que nos recluimos nuevamente en nosotros mismos intentando tocar fondo muy dentro de nuestra consciencia; de nuestro fuero interno donde el eco de la voz se rompe en miles de distorsiones poco familiares a nuestros oídos cansados, de manera que ni siquiera la reconocemos ya: no estamos acostumbrado a escucharnos a través de esa estancia vacía, tan llena de prematura oquedad.
Aun así tenemos que escuchar nuestras propias palabras sin remitente, destinadas al abismo y la desolación. Al silencio cortante en el que se estrellarán haciéndose pedazos, trizas, añicos una y otra vez en la ininteligibilidad de lo imposible. Entonces no nos quedará más que ir a recoger los fragmentos, intentando encontrar en ellos la respuesta a una pregunta que no pudimos ni articular en palabras, siquiera, e intentar encontrar las fuerzas perdidas para no desfallecer y recorrer el nuevo camino que hay que seguir sin brújula desde ese estado de retraimiento; de aislamiento en el que nos encontramos hasta que, de repente, volvemos a construirnos a nosotros mismos conforme nuestras manos, trémulas e indecisas, van juntando los retazos de esas palabras no dichas que se han roto en nuestro interior, creando una argamasa, una nueva forma distinta de la que antes parecían ser o significar.
Sí, nos reconstruimos poco a poco, redefiniéndonos. Otorgando nuevos y desconocidos significados a nuestra experiencia para, a partir de esta, levantarnos de nuestro letargo hasta que la luz del sol vuelva a cegar nuestros ojos, calentando nuestro rostro en oleadas de abrasantes caricias que creíamos perdidas, lejanas hasta que, de repente, la sonrisa vuelve a nuestro semblante para darnos una nueva oportunidad tras comprender que, al final, solo nos tenemos a nosotros mismos en esta pasarela de vaivenes que llamamos vida. Donde los personajes van o vienen trayéndonos pesares o sonrisas, afectos o desdichas solo por breves instantes que se perderán indefectiblemente entre el tejido eterno del tiempo.
Pero al final nos tendremos siempre a nosotros y más vale que como amigos más que como enemigos. Sí, como socios, colegas en los cuales podamos apoyarnos cuando nuestras rodillas falseen titubeantes, temblorosas, y aprendamos a andar nuevamente por el sendero que nos toque recorrer otro poco del trecho que nos queda dentro de nuestra propia finitud inconsolable. De forma que, cuando el amor ha salido por esa puerta, lo único que podamos hacer es esperar que un día encuentre el camino de regreso; de vuelta a casa donde nos encontrará aguardando, aunque ya no seamos los mismos. A pesar de que hayamos cambiado a golpes del destino. Aunque nos hayamos transformado en algo que ya no somos y, al mismo tiempo, seguimos siendo…
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